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Blog de historias varias y reflexiones en torno a la escritura.

Llamaron por teléfono y el hombre dejó sobre la mesa la marioneta con la que estaba ensayando su próximo número. Salió de la estancia para tener una mejor señal y una conversación clara. Mientras la marioneta, lejos de la vista y el control del hombre, se recompuso y miró a su alrededor.

Sobre la mesa vio hojas donde había escrito el guion del número, un bote de lapiceros y rotuladores. También pudo ver una tableta electrónica. Era la misma con la que a veces el hombre se grababa para comprobar cómo quedaba la actuación y poder corregir errores o introducir mejoras. La tableta encendió la pantalla.

—Me está llegando una actualización. ¿Tú cuándo tienes que poner al día tu sistema operativo? —le preguntó a la marioneta.

—Yo no tengo sistema operativo ese, en la actuación me muevo con los hilos que mueve el marionetista. No tengo cables ni me enchufan.

—¿Entonces funcionas a todas horas y no te quedas obsoleta?

—No dependo de la electricidad, si es a lo que te refieres. Y lo de obsoleta… Soy antigua, a veces se me enredan los hilos y temo que lleguen otras marionetas más nuevas y me sustituyan. Creo que el marionetista me usa porque fui de las primeras y me tiene especial cariño, no porque sea la mejor.

—Jo, qué suerte. Yo tengo una vida limitada. Sin actualizaciones dejo de ser útil porque no estoy al día. No me pueden instalar más aplicaciones y funciono mal. Entonces me tendrán que desechar…

La tableta bajó el tono y habló con mucha tristeza.

—Bueno, aunque llegue el momento de que no puedas conectarte a internet, puedes servir como álbum de fotos digital. Incluso podrías ser un espejo en una de las actuaciones.

—No me gusta, yo quiero estar conectada. Conocer las últimas noticias, los mensajes de redes sociales…

—Hay otro mundo informativo más allá de las conexiones digitales. Hay un mundo de cuchicheos, rumores, dimes y diretes que circulan más allá. Y que a veces son tanto o más importantes siempre que sean ciertos y no resulten molestos.

La tableta se iluminó con interés.

—Anda, no sabía.

—Por ejemplo, el muñeco de trapo ha perdido un botón de su traje esta mañana. Lo ha encontrado gracias a que el martillo lo ha visto en la caja de herramientas. Internet tiene muchas respuestas, pero no todas.

La tableta puso un icono de estar procesando. En ese momento se oyó la puerta de la estancia y el hombre entró. La marioneta guiñó un ojo a la tableta y está emitió un último destello antes de volver a su estado de reposo.


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Cuando Tania entró por la puerta de casa vio pegada en la pared del pasillo una nota. «Hay una intrusa en la cocina. Encárgate de ella». Reconoció la letra de Blanca. Intrigada se dirigió a la cocina. Sobre la mesa encontró una orquídea en su tiesto. En la tierra había clavada una vara en la que se apoyaba la planta para que se mantuviera erguida y no cediera bajo el peso de las grandes flores.

Ahora tenía que cuidarla. Dedujo que recién traída de la floristería, de momento estaría en buenas condiciones. De todas maneras, anotó en un rincón de su mente que debía comprar un pulverizador para poder regarla. Y quizá algo de abono si fuera necesario. Sus pensamientos encadenaron ideas de cómo conservar en buen estado aquella orquídea.

Para empezar tenía que colocarla en un lugar adecuado. Ahí en la cocina hacía demasiado calor cuando trajinaban y además le daba mucho el sol. Decidió ponerla en la sala, sobre la mesa del centro. Además armonizaba con los colores de la estancia. Cuánto detalle. Aunque eso de los colores pensó que había sido más bien una coincidencia.

Avanzada la tarde llegó Blanca. Encontró a Tania en el la sala con un libro entre las manos. Frente a la orquídea. Posó con cuidado su bolsa de deporte y la contempló durante unos segundos. Absorta como estaba en la lectura no había notado su presencia.

—Hola, ¿cómo ha ido el día? ¿Has hecho una nueva amiga?

Tania se giró hacia la puerta y sonrió a Blanca. Le hizo un gesto para que se acercara y se sentase.

—Ha sido idea tuya, ¿verdad?

—Umm… tal vez…

—Gracias, me ha hecho mucha ilusión.

—Me lo imaginaba. Cada vez que íbamos al supermercado y pasábamos por delante de la floristería se te iban los ojos.

—¿Y cómo sabías que era la orquídea?

—Cuestión de mirar donde miras.

—Has acertado, era algo que deseaba. Pero no teníamos ninguna planta en casa y tú con el tema de alergias…

—Lo mío es al polen de las gramíneas, así que con la orquídea no hay problema.

—Tienes unos detalles maravillosos.

—Verte así de contenta sí que es una maravilla. Ahora espero que todos tus cuidados no se los lleve la planta.

—No, ni mucho menos. Hay que repartir las atenciones para que cada elemento crezca a su ritmo.

—Hoy me gustaría extra de cuidados, en el trabajo ha sido un día muy demandante, más luego paliza en el gimnasio.

—Preparo yo la cena entonces y luego a dormir pronto.

—Me parece buen plan.


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En el hormiguero pasaban frío por las noches. Usaban mantas de hojas verdes para taparse, pero tenían la desventaja de que enseguida se secaban y se volvían quebradizas. Se rompían a la mínima y además raspaban. Muy incómodo todo ello. Pensaron en buscar alternativas más óptimas.

En este contexto un día una hormiga exploradora llegó a la zona de la granja que había cerca del bosque. Allí vio a una oveja con el pelaje largo. Se acercó e intentó quitarle unas hebras del lomo. La oveja, que bien sensible era, se dio cuenta y se revolvió inquieta. Casi tira a la hormiga si no fuera porque se sujetó con fuerza.

—¿Quién quiere mi lana sin permiso de la pastora? —preguntó la oveja malhumorada.

—Soy yo, una hormiga.

Y le explicó el problema que tenían de frío en el hormiguero. La oveja se negó a regalar su lana. La hormiga aceptó el rechazo pero no se dio por vencida. Volvió a su refugio y expuso la situación. Allí estuvieron deliberando largo tiempo. Mandaron más hormigas exploradoras a la zona del redil para ver qué opciones tenían. Las investigaciones dieron resultado y tuvieron una idea.

Un día, que la oveja estaba paciendo, se le acercó la hormiga de la primera vez. La reconoció y le devolvió una mirada dura, llena de desprecio. Como vio que no se movía, añadió.

—No regalo lana.

—Lo sé, por eso venía a ofrecerte un trato.

—¿Trato? ¿Qué tiene una hormiga que pueda interesarme?

—Nos hemos dado cuenta que el agua de tu abrevadero está verde. ¿Cada cuánto te la cambian?

—No llevo la cuenta de los días, pero muchos. Demasiados. La pastora no se preocupa. Ve que está lleno y cree que es suficiente. —La oveja suspiró con fastidio.

—¿Y si consiguiéramos que te cambiara el agua más a menudo?

—¿Cómo?

—Vaciando el abrevadero. Es de madera. Podemos llamar a nuestras primas las termitas para que hagan un agujero en el fondo y pongan un tapón. Cuando quieras un cambio de agua, nos dices y soltamos un poco el tapón para que baje el nivel y así tenga que rellenar con agua fresca.

La oveja miró a la hormiga con cara de asombro. —¿Hay trato? —sonrió la hormiga.

—Hay trato —aceptó la oveja.

Ambas partes cumplieron con su cometido. Al de unos días el tapón de abrevadero estaba colocado y a cambio las hormigas pudieron cosechar una parte de la lana de la oveja. Le quitaron de zonas discretas y dispersas para que la pastora no sospechara. Luego en el hormiguero crearon la función de hormigas tejedoras. Estas preparaban la lana y después la tejían.

Finalmente lograron unas estupendas mantas de lana y en el hormiguero dejaron de tener frío por las noches.


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Beatriz sacó su libreta del bolso para revisar la lista de la compra. Se encontraba en el supermercado junto a Ginés. Al abrir la libreta por la página equivocada se deslizó una nota doblada. Beatriz se agachó rápida a recogerla, pero Ginés se le adelantó y la pudo atrapar antes. Ella compuso un gesto de fastidio.

—¿Por qué la guardas? —preguntó con seriedad Ginés. Se trataba de un croquis de un barrio de la ciudad. Lo hizo él años atrás cuando se conocieron. Ella era una recién llegada y preguntó por una dirección. Él le hizo ese esquema básico de calles y añadió como detalle su número de teléfono por detrás junto a su nombre.

—Es de los pocos dibujos o manuscritos que tengo de ti. Además de que fue el primero. Una vez me enseñaste un cuaderno de dibujo tuyo, se te daba bien.

—Me cuesta volver a dibujar, me recuerda demasiado a mi padre fallecido, que fue quien me enseñó. Demasiados recuerdos.

—¿Y otro arte visual que no sea exactamente el dibujo? Tienes una capacidad visual muy buena para la perspectiva, las proporciones y demás. Tendrías que sacar el arte que llevas dentro.

Ginés se la quedó mirando entre las botellas de agua y los refrescos que había en el pasillo del supermercado.

—El otro día miré la información cultural del municipio y vi que había un curso de pintura. Reconozco que me acordé de ti. Además los horarios encajaban con tu trabajo. Era por la tarde a partir de las siete.

Ginés suspiró y se sintió atrapado por la sugerencia. Era verdad que ansiaba volver a trabajar su lado artístico, pero también temía que con la falta de práctica se hubiera perdido o cuanto menos atrofiado. Tenía miedo a descubrir que su talento ya no fuera el que había llegado a ser.

—Eso es a sorteo, ¿no? El que te toque una plaza.

—Claro, pero si no echas nunca te va a tocar. Puedes intentarlo. Me gustaría volver a verte sonreír con material de pintura, dibujo o semejante entre las manos.

—De acuerdo, cuando lleguemos a casa vemos cómo es el tema de la preinscripción.

Beatriz se alegró y ambos continuaron con la compra por el supermercado.


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El diente de león estaba en flor. La inflorescencia amarilla y redonda había dado paso a una bola gris. El diente de león instaba a sus semillas a que fueran vida allá donde fueran. Y tras decirles esto, como si de un deseo se tratara sopló una ráfaga de viento que agitó la planta. Las semillas se desprendieron y comenzaron su vuelo transportadas por el aire y adheridas a sus vilanos.

La mayoría fueron a caer sobre los campos cercanos. Con el tiempo se convertirían en nuevos dientes de león que ampliarían la población de la zona. Otras semillas, las menos, fueron volando más lejos. Unas pasaron por una zona de juegos donde un grupo de niños se divertía.

Al ver las semillas pasar, intentaron en vano atraparlas, iban demasiado alto y tan solo llegaron a acariciarlas unos instantes. A cambio con los movimientos que hicieron al intentar cogerlas se le ocurrió idear unos pasos de baile. Alzar los brazos y cerrar las manos. Lo llamaron La danza del atrapa sueños.

De las pocas semillas que siguieron su recorrido aéreo una se coló por la ventana abierta de la habitación de un hospital. Así llegó hasta la cama de una enferma y se pegó junto a la almohada. La mujer tomó con delicadeza la semilla y lo interpretó como una señal de su pronta recuperación tras la intervención a la que había sido sometida.

Como agradecimiento además pensó que volvería a colocar tiestos en la repisa de la terraza. Hacía años que no había vuelto a tener plantas, después de que un calor intenso y persistente le secara todas las que tenía. Ahora se encontraba de ánimos para volver a intentarlo.

Las semillas de los campos, las que inspiraron el baile de los niños o las que animaron a la mujer ingresada se sintieron muy contentas de sus logros. Y en su interior quedó la idea de seguir transmitiendo mensajes de vida a sus futuros frutos.


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Miguel se fue a dormir tarde una noche más. Era época de presentar unos informes en la oficina y se llevaba el trabajo a casa. En el sentido figurado y en el literal. Cuando ya casi no podía leer porque se le mezclaban las líneas de puro cansancio dio por concluida la tarea. Apagó la luz de la sala y dio la del pasillo.

Se dirigió al dormitorio procurando no hacer ruido. Se puso el pijama con el ruego de que la madera no crujiese bajo sus pies. Después apagó el interruptor del pasillo. A tientas llegó a la cama donde ya dormía Leire. En cuanto sus ojos se hicieron a la penumbra pudo distinguir el perfil de su silueta. Escuchó su respiración tranquila.

Miguel se metió con cuidado bajo las sábanas en el hueco que le quedaba. Era estrecho. Leire en su ausencia solía colocarse en el centro. Dudaba que fuera algo deliberado sino más bien un movimiento posterior en sueños. Buscaría la mayor comodidad sin darse cuenta.

Echaba de menos el beso de buenas noches que se solían dar. Estaba por darle uno fugaz en la frente pero se contuvo. No quería despertarla ni alterar su descanso. Ella también tenía que madrugar para acudir a su puesto de trabajo, le convenía tener un sueño reparador. Respetaba en gran medida a Leire y cuidaba de su bienestar.

Entonces una voz incómoda resonó en su cabeza y cuestionó la última parte. ¿Era cuidar compartir cada vez menos tiempo entre ellos debido a que él estaba centrado en sus preocupaciones profesionales? Era consciente de que la situación se estaba prolongando más de una semana y que no tenía visos de cambiar.

¿Debería pedir una rebaja de responsabilidades en la oficina o delegar de algún modo? Esos pensamientos le quitaban el sueño que quería precisamente conciliar. Además de cansado como está dudaba que fuera el mejor momento para tomar ese tipo de decisiones. Entonces se giró en la cama y se quedó contemplando a Leire. De inmediato sonrió sincero.

Su mera presencia lo reconfortaba. Luego estaba el conjunto de su ser. Su sonrisa, su buen hacer. Incluso sus momentos de genio cuando defendía sus límites. Se sentía afortunado de saber que estaba cerca y sentir el mutuo apoyo que se prodigaban.

Ya con las nieblas del sueño, Miguel se durmió pensando en que debería hacerle un regalo. No hacía falta que fuera físico siquiera o que hubiera un motivo. Deseaba expresarle su gratitud y su aprecio por ella.


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La casa estaba a punto de estrenarse. Habían pintado paredes y techos, la habían amueblado al gusto. Todavía no la habitaban, faltaba poco. En estas circunstancias el mobiliario de la sala aprovechaba para sus tertulias vespertinas.

—¡Qué comodidad! —dijo el sofá—. Esta calma y silencio van a durar poco. Esperad que llegue la familia y se asiente.

Esa mañana solo habían ido a supervisar la instalación del dormitorio. Luego se habían vuelto a marchar. En la sala durante la espera habían estado leyendo el periódico, que ahora se encontraba doblado sobre la mesa.

—Agorero, la vida que traerá la familia. Seguro que hay más alegría y movimiento —dijeron las cortinas.

—Ni que supieras adivinar el futuro —replicó el sofá.

—Si quieres leemos el horóscopo del periódico para eso. Mesa, ¿qué dice el horóscopo del día?

La mesa se movió para pasar las páginas hasta que llegó a la deseada.

—¿De qué signo quieres?

—Ah, me da igual —dijeron las cortinas—. Cualquiera vale.

—Total, para la validez que tiene —rezongó el sofá.

—Tendrás un día estupendo si evitas mojarte. Te irá bien en el amor.

—Pamplinas —murmuró sofá.

—Nosotros no nos duchamos, así que difícilmente nos vamos a mojar. Y el amor, bienvenido sea —dijeron las cortinas. —Espero no tener manchas permanentes muy pronto —pidió el sofá.

—Ay, nuevo, sin apenas estrenar y ya estás con esas. Existen los quitamanchas y en el peor de los casos, una funda y cambio de apariencia.

—Tú siempre en positivo. ¿No temes que el gato que venga te arañe y te haga jirones?

Los comederos y la cesta con un cojín ya ocupaban su sitio en la cocina.

—Pienso en la responsabilidad de la familia y que las cortinas valemos lo nuestro. No van a dejar que me haga trizas. Además, seguro que el gato ya viene enseñado.

—Tendremos una existencia tranquila y sosegada —añadió mesa—. Y que viviremos y daremos servicio muchos años.

—Ojalá sea así —deseó el sofá.

—Va a ser así —afirmó la cortina—. No tenemos nada eléctrico ni electrónico. Nada de actualizaciones ni obsolescencia de esa programada. Tela y madera.

—Afortunados —musitó la televisión inteligente sobre el armario bajo.

—Vamos alegra ese ánimo —le dijo la cortina al sofá.

—Creo que me acaba de caer una gota —dijo el sofá.

—¿Gota? Deliras. Esto es una casa, hay techo, no estamos fuera en un jardín a la intemperie —repuso la cortina.

Pero el sofá no estaba equivocado. Era la primera gota de otras tantas que caerían. En el piso se arriba el sistema del gran acuario se había estropeado y perdía agua. Agua que ya empezaba a filtrarse. Su visión de futuro radiante iba a verse truncada.


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A la noche, a la hora en que se prepara la cena, las casas de la ciudad competían por cuál era la que olía mejor. Para ello en las salidas de las chimeneas embolsaban en pompas resistentes los aromas que salían de las cocinas de sus interiores. Después, el viento, que también colaboraba, llevaba las burbujas hacia un rincón en el cielo donde un grupo de nubes hacían de catadoras y juezas del concurso.

Una nube intermediaria tomaba los datos de las burbujas, como su procedencia, y después las numeraba para que la cata fuera anónima y las nubes jueza no se vieran influenciadas porque el aroma viniera de tal o cual lugar. Después, a la hora de la cata, las nubes juezas sacaban su vaporosa nariz y aspiraban con intensidad según se abría cada burbuja. Entre cata y cata, el viento se encargaba de limpiar el ambiente.

Solía ganar una vieja casa del casco antiguo donde vivía una anciana que cocinaba con mucho mimo sus recetas. Pero tampoco era algo fijo. Los fines de semana, en una barriada de reciente construcción, en otra casa se solía preparar con esmero la comida para una fiesta con amistades y había conseguido triunfar en más de una ocasión.

Un día, construyeron un nuevo restaurante en la ciudad que daba comidas y cenas. El edificio donde pusieron la salida de humos pidió participar en concurso de burbujas y olores. Pensando que no sería gran cambio, aceptaron que se uniera. Le dieron un lote para elaborar las pompas y le explicaron cómo funcionaba la competición. Sin embargo, se equivocaron con sus previsiones.

A pesar de que las catas era anónimas, las burbujas del edificio del restaurante ganaban una y otra vez. Arrasaba sin remedio. Tendrían muy buena mano en la cocina, sería que las recetas eran diferentes y originales. Fuera por un motivo o por otro, no tardó en crecer la envidia entre las otras casas. Así que tramaron un plan.

Las casas envidiosas convencieron a un grupo de cucarachas para que conectaran el respiradero de los baños con el extractor de la chimenea de la cocina del restaurante. Era cuestión de hacer unos túneles dentro de las paredes. Pasados unos meses, el objetivo se había cumplido. Las cucarachas avisaron el día anterior a las casas de que habían concluido la tarea.

Entonces llegó una nueva edición del concurso, esta vez con gran expectación. Todo discurrió de manera habitual hasta que llegó el turno de probar el contenido de la burbuja del edificio del restaurante. Las nubes juezas con sus vaporosas narices aspiraron… y casi se intoxican. De blancas que estaban, pasaron a amarillas y después moradas, que parecía que iba a caer una tremenda tormenta.

—¿Qué pasa aquí? ¿Qué clase de broma es esta? —consiguieron preguntar una vez repuestas—. Nube numeradora, ¿de qué edificio es esta burbuja?

La nube anunció el origen y pasaron a interrogar al edificio del restaurante. Este declaró su inocencia y completo desconocimiento de lo que había sucedido. Se disculpó. Iban a proceder a desclasificarlo de manera permanente, cuando una voz cerca de la azotea del edificio del restaurante se hizo oír. Era un grupo de cucarachas.

Explicaron lo que había sucedido con todo detalle. Los contactos con las casas envidiosas y cómo habían realizado el trabajo. Además de arrepentidas, viendo las consecuencias, estaban molestas porque las casas les habían prometido un hueco para alojar nidos de su especie y después no habían cumplido con su parte.

—Chivatas, traidoras —se oyó murmurar.

Las nubes se dieron un rato en deliberar sobre la situación. Reprendieron a las casas envidiosas por su juego sucio y pestilente. Decidieron entonces retirar del concurso durante un año a las que habían participado en la trama. De esta manera volvió la paz y la legalidad al concurso de olores en el cielo con las nubes.


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Antón y Blanca estaban una mañana de fin de semana haciendo la limpieza general de la vivienda. Barrían, fregaban y quitaban el polvo. Tenían de fondo el sonido de una radio que les hacía más llevaderas las tareas. Entonces Antón se detuvo al reconocer las primeras notas de la melodía que empezaba a sonar.

—Oh, nuestra canción…

Blanca se lo quedó mirando con extrañeza y siguió a lo suyo con la mopa sobre el armario de la sala. Él cerró los ojos y recordó el momento en que esa canción los unió. Era una tarde de otoño mucho tiempo atrás. Lluviosa y oscura. Se habían confiado con el sol de la mañana y no habían llevado paraguas. Se encontraban bajo el alero de un edificio, muy pegados a la pared para evitar mojarse con la repentina chaparrada. Cerca había un semáforo y un coche se detuvo con la ventanilla bajada. De su interior salía la melodía, la misma que recordaba mirando a Blanca a los ojos con tanta intensidad y calidez. El vehículo se fue en cuanto el semáforo se puso en verde. Sin embargo, ellos siguieron mirándose con una sonrisa, ya sin acordarse de la lluvia. Antón afirmó que esa sería una canción que los uniría de forma especial. Blanca no lo veía de la misma manera y rechazaba que fuera tan importante.

Antón volvió en sí cuando la canción terminó en la radio. Abrió los ojos y se encontró el gesto ceñudo de Blanca. Además le señalaba las ventanas que le tocaba limpiar.

—Ay, qué recuerdos esa canción. Aunque hay otros sonidos que prefiero aún más —dijo Antón. Blanca se volvió con cara interrogativa—. Hay una voz que hace bailar alegre mi corazón y que no me canso de escuchar.

Blanca puso los ojos en blanco y se concentró en la mopa.

—Haces que me ignoras, pero es la verdad. Hay un vínculo entre nosotros que suena muy bien, afinado, acompasado… Me encanta.

—Salvo cuando a alguno de los dos le sale un gallo en mitad de una discusión. No siempre estamos de acuerdo —comentó Blanca.

—Y aun así aceptamos los diferentes puntos de vista. Nos adaptamos a los cambios de ritmo de cada uno. Es bonito.

Blanca inspiró hondo.

—Te queda por limpiar por el baño mientras yo empiezo a preparar la comida.

Antón asintió con un deje apesadumbrado. En su mente hizo sonar de nuevo la canción que acaban de poner en la radio a modo de consuelo.


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En ocasiones hay historias que se atascan cuando escribimos. Tal vez no nos termina de gustar su desarrollo, quizá nos supera su complejidad. En cualquier caso no es el momento de continuar. Toca valorar si interrumpir la escritura de ese texto y pasar a otro. A veces cuesta porque hubo un momento en el que tuvimos convencimiento.

Hay una sensación de frustración y de fracaso, de no haber sido capaces. Quizá centrarse más en lo aprendido, sea de la escritura o de nosotras mismas. De preferencias y límites. Se descubre que hay temas que preferimos no abordar o que aún hay un recorrido para adquirir habilidades en la escritura.

Abandonar una historia no tiene que ser un fin definitivo. Más tarde se puede regresar con otra versión o con nuevas capacidades. El caso es mantenerse en movimiento. No aporta tanto quedarse en un rincón rumiando ideas del tipo «no valgo» o «no sirvo» para escribir.

Cuando una historia se pone cuesta arriba, ¿te cuesta cambiar a otra o te empeñas en seguir a pesar del esfuerzo?


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