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Blog de historias varias y reflexiones en torno a la escritura.

El diente de león estaba en flor. La inflorescencia amarilla y redonda había dado paso a una bola gris. El diente de león instaba a sus semillas a que fueran vida allá donde fueran. Y tras decirles esto, como si de un deseo se tratara sopló una ráfaga de viento que agitó la planta. Las semillas se desprendieron y comenzaron su vuelo transportadas por el aire y adheridas a sus vilanos.

La mayoría fueron a caer sobre los campos cercanos. Con el tiempo se convertirían en nuevos dientes de león que ampliarían la población de la zona. Otras semillas, las menos, fueron volando más lejos. Unas pasaron por una zona de juegos donde un grupo de niños se divertía.

Al ver las semillas pasar, intentaron en vano atraparlas, iban demasiado alto y tan solo llegaron a acariciarlas unos instantes. A cambio con los movimientos que hicieron al intentar cogerlas se le ocurrió idear unos pasos de baile. Alzar los brazos y cerrar las manos. Lo llamaron La danza del atrapa sueños.

De las pocas semillas que siguieron su recorrido aéreo una se coló por la ventana abierta de la habitación de un hospital. Así llegó hasta la cama de una enferma y se pegó junto a la almohada. La mujer tomó con delicadeza la semilla y lo interpretó como una señal de su pronta recuperación tras la intervención a la que había sido sometida.

Como agradecimiento además pensó que volvería a colocar tiestos en la repisa de la terraza. Hacía años que no había vuelto a tener plantas, después de que un calor intenso y persistente le secara todas las que tenía. Ahora se encontraba de ánimos para volver a intentarlo.

Las semillas de los campos, las que inspiraron el baile de los niños o las que animaron a la mujer ingresada se sintieron muy contentas de sus logros. Y en su interior quedó la idea de seguir transmitiendo mensajes de vida a sus futuros frutos.


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Miguel se fue a dormir tarde una noche más. Era época de presentar unos informes en la oficina y se llevaba el trabajo a casa. En el sentido figurado y en el literal. Cuando ya casi no podía leer porque se le mezclaban las líneas de puro cansancio dio por concluida la tarea. Apagó la luz de la sala y dio la del pasillo.

Se dirigió al dormitorio procurando no hacer ruido. Se puso el pijama con el ruego de que la madera no crujiese bajo sus pies. Después apagó el interruptor del pasillo. A tientas llegó a la cama donde ya dormía Leire. En cuanto sus ojos se hicieron a la penumbra pudo distinguir el perfil de su silueta. Escuchó su respiración tranquila.

Miguel se metió con cuidado bajo las sábanas en el hueco que le quedaba. Era estrecho. Leire en su ausencia solía colocarse en el centro. Dudaba que fuera algo deliberado sino más bien un movimiento posterior en sueños. Buscaría la mayor comodidad sin darse cuenta.

Echaba de menos el beso de buenas noches que se solían dar. Estaba por darle uno fugaz en la frente pero se contuvo. No quería despertarla ni alterar su descanso. Ella también tenía que madrugar para acudir a su puesto de trabajo, le convenía tener un sueño reparador. Respetaba en gran medida a Leire y cuidaba de su bienestar.

Entonces una voz incómoda resonó en su cabeza y cuestionó la última parte. ¿Era cuidar compartir cada vez menos tiempo entre ellos debido a que él estaba centrado en sus preocupaciones profesionales? Era consciente de que la situación se estaba prolongando más de una semana y que no tenía visos de cambiar.

¿Debería pedir una rebaja de responsabilidades en la oficina o delegar de algún modo? Esos pensamientos le quitaban el sueño que quería precisamente conciliar. Además de cansado como está dudaba que fuera el mejor momento para tomar ese tipo de decisiones. Entonces se giró en la cama y se quedó contemplando a Leire. De inmediato sonrió sincero.

Su mera presencia lo reconfortaba. Luego estaba el conjunto de su ser. Su sonrisa, su buen hacer. Incluso sus momentos de genio cuando defendía sus límites. Se sentía afortunado de saber que estaba cerca y sentir el mutuo apoyo que se prodigaban.

Ya con las nieblas del sueño, Miguel se durmió pensando en que debería hacerle un regalo. No hacía falta que fuera físico siquiera o que hubiera un motivo. Deseaba expresarle su gratitud y su aprecio por ella.


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La casa estaba a punto de estrenarse. Habían pintado paredes y techos, la habían amueblado al gusto. Todavía no la habitaban, faltaba poco. En estas circunstancias el mobiliario de la sala aprovechaba para sus tertulias vespertinas.

—¡Qué comodidad! —dijo el sofá—. Esta calma y silencio van a durar poco. Esperad que llegue la familia y se asiente.

Esa mañana solo habían ido a supervisar la instalación del dormitorio. Luego se habían vuelto a marchar. En la sala durante la espera habían estado leyendo el periódico, que ahora se encontraba doblado sobre la mesa.

—Agorero, la vida que traerá la familia. Seguro que hay más alegría y movimiento —dijeron las cortinas.

—Ni que supieras adivinar el futuro —replicó el sofá.

—Si quieres leemos el horóscopo del periódico para eso. Mesa, ¿qué dice el horóscopo del día?

La mesa se movió para pasar las páginas hasta que llegó a la deseada.

—¿De qué signo quieres?

—Ah, me da igual —dijeron las cortinas—. Cualquiera vale.

—Total, para la validez que tiene —rezongó el sofá.

—Tendrás un día estupendo si evitas mojarte. Te irá bien en el amor.

—Pamplinas —murmuró sofá.

—Nosotros no nos duchamos, así que difícilmente nos vamos a mojar. Y el amor, bienvenido sea —dijeron las cortinas. —Espero no tener manchas permanentes muy pronto —pidió el sofá.

—Ay, nuevo, sin apenas estrenar y ya estás con esas. Existen los quitamanchas y en el peor de los casos, una funda y cambio de apariencia.

—Tú siempre en positivo. ¿No temes que el gato que venga te arañe y te haga jirones?

Los comederos y la cesta con un cojín ya ocupaban su sitio en la cocina.

—Pienso en la responsabilidad de la familia y que las cortinas valemos lo nuestro. No van a dejar que me haga trizas. Además, seguro que el gato ya viene enseñado.

—Tendremos una existencia tranquila y sosegada —añadió mesa—. Y que viviremos y daremos servicio muchos años.

—Ojalá sea así —deseó el sofá.

—Va a ser así —afirmó la cortina—. No tenemos nada eléctrico ni electrónico. Nada de actualizaciones ni obsolescencia de esa programada. Tela y madera.

—Afortunados —musitó la televisión inteligente sobre el armario bajo.

—Vamos alegra ese ánimo —le dijo la cortina al sofá.

—Creo que me acaba de caer una gota —dijo el sofá.

—¿Gota? Deliras. Esto es una casa, hay techo, no estamos fuera en un jardín a la intemperie —repuso la cortina.

Pero el sofá no estaba equivocado. Era la primera gota de otras tantas que caerían. En el piso se arriba el sistema del gran acuario se había estropeado y perdía agua. Agua que ya empezaba a filtrarse. Su visión de futuro radiante iba a verse truncada.


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A la noche, a la hora en que se prepara la cena, las casas de la ciudad competían por cuál era la que olía mejor. Para ello en las salidas de las chimeneas embolsaban en pompas resistentes los aromas que salían de las cocinas de sus interiores. Después, el viento, que también colaboraba, llevaba las burbujas hacia un rincón en el cielo donde un grupo de nubes hacían de catadoras y juezas del concurso.

Una nube intermediaria tomaba los datos de las burbujas, como su procedencia, y después las numeraba para que la cata fuera anónima y las nubes jueza no se vieran influenciadas porque el aroma viniera de tal o cual lugar. Después, a la hora de la cata, las nubes juezas sacaban su vaporosa nariz y aspiraban con intensidad según se abría cada burbuja. Entre cata y cata, el viento se encargaba de limpiar el ambiente.

Solía ganar una vieja casa del casco antiguo donde vivía una anciana que cocinaba con mucho mimo sus recetas. Pero tampoco era algo fijo. Los fines de semana, en una barriada de reciente construcción, en otra casa se solía preparar con esmero la comida para una fiesta con amistades y había conseguido triunfar en más de una ocasión.

Un día, construyeron un nuevo restaurante en la ciudad que daba comidas y cenas. El edificio donde pusieron la salida de humos pidió participar en concurso de burbujas y olores. Pensando que no sería gran cambio, aceptaron que se uniera. Le dieron un lote para elaborar las pompas y le explicaron cómo funcionaba la competición. Sin embargo, se equivocaron con sus previsiones.

A pesar de que las catas era anónimas, las burbujas del edificio del restaurante ganaban una y otra vez. Arrasaba sin remedio. Tendrían muy buena mano en la cocina, sería que las recetas eran diferentes y originales. Fuera por un motivo o por otro, no tardó en crecer la envidia entre las otras casas. Así que tramaron un plan.

Las casas envidiosas convencieron a un grupo de cucarachas para que conectaran el respiradero de los baños con el extractor de la chimenea de la cocina del restaurante. Era cuestión de hacer unos túneles dentro de las paredes. Pasados unos meses, el objetivo se había cumplido. Las cucarachas avisaron el día anterior a las casas de que habían concluido la tarea.

Entonces llegó una nueva edición del concurso, esta vez con gran expectación. Todo discurrió de manera habitual hasta que llegó el turno de probar el contenido de la burbuja del edificio del restaurante. Las nubes juezas con sus vaporosas narices aspiraron… y casi se intoxican. De blancas que estaban, pasaron a amarillas y después moradas, que parecía que iba a caer una tremenda tormenta.

—¿Qué pasa aquí? ¿Qué clase de broma es esta? —consiguieron preguntar una vez repuestas—. Nube numeradora, ¿de qué edificio es esta burbuja?

La nube anunció el origen y pasaron a interrogar al edificio del restaurante. Este declaró su inocencia y completo desconocimiento de lo que había sucedido. Se disculpó. Iban a proceder a desclasificarlo de manera permanente, cuando una voz cerca de la azotea del edificio del restaurante se hizo oír. Era un grupo de cucarachas.

Explicaron lo que había sucedido con todo detalle. Los contactos con las casas envidiosas y cómo habían realizado el trabajo. Además de arrepentidas, viendo las consecuencias, estaban molestas porque las casas les habían prometido un hueco para alojar nidos de su especie y después no habían cumplido con su parte.

—Chivatas, traidoras —se oyó murmurar.

Las nubes se dieron un rato en deliberar sobre la situación. Reprendieron a las casas envidiosas por su juego sucio y pestilente. Decidieron entonces retirar del concurso durante un año a las que habían participado en la trama. De esta manera volvió la paz y la legalidad al concurso de olores en el cielo con las nubes.


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Antón y Blanca estaban una mañana de fin de semana haciendo la limpieza general de la vivienda. Barrían, fregaban y quitaban el polvo. Tenían de fondo el sonido de una radio que les hacía más llevaderas las tareas. Entonces Antón se detuvo al reconocer las primeras notas de la melodía que empezaba a sonar.

—Oh, nuestra canción…

Blanca se lo quedó mirando con extrañeza y siguió a lo suyo con la mopa sobre el armario de la sala. Él cerró los ojos y recordó el momento en que esa canción los unió. Era una tarde de otoño mucho tiempo atrás. Lluviosa y oscura. Se habían confiado con el sol de la mañana y no habían llevado paraguas. Se encontraban bajo el alero de un edificio, muy pegados a la pared para evitar mojarse con la repentina chaparrada. Cerca había un semáforo y un coche se detuvo con la ventanilla bajada. De su interior salía la melodía, la misma que recordaba mirando a Blanca a los ojos con tanta intensidad y calidez. El vehículo se fue en cuanto el semáforo se puso en verde. Sin embargo, ellos siguieron mirándose con una sonrisa, ya sin acordarse de la lluvia. Antón afirmó que esa sería una canción que los uniría de forma especial. Blanca no lo veía de la misma manera y rechazaba que fuera tan importante.

Antón volvió en sí cuando la canción terminó en la radio. Abrió los ojos y se encontró el gesto ceñudo de Blanca. Además le señalaba las ventanas que le tocaba limpiar.

—Ay, qué recuerdos esa canción. Aunque hay otros sonidos que prefiero aún más —dijo Antón. Blanca se volvió con cara interrogativa—. Hay una voz que hace bailar alegre mi corazón y que no me canso de escuchar.

Blanca puso los ojos en blanco y se concentró en la mopa.

—Haces que me ignoras, pero es la verdad. Hay un vínculo entre nosotros que suena muy bien, afinado, acompasado… Me encanta.

—Salvo cuando a alguno de los dos le sale un gallo en mitad de una discusión. No siempre estamos de acuerdo —comentó Blanca.

—Y aun así aceptamos los diferentes puntos de vista. Nos adaptamos a los cambios de ritmo de cada uno. Es bonito.

Blanca inspiró hondo.

—Te queda por limpiar por el baño mientras yo empiezo a preparar la comida.

Antón asintió con un deje apesadumbrado. En su mente hizo sonar de nuevo la canción que acaban de poner en la radio a modo de consuelo.


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En ocasiones hay historias que se atascan cuando escribimos. Tal vez no nos termina de gustar su desarrollo, quizá nos supera su complejidad. En cualquier caso no es el momento de continuar. Toca valorar si interrumpir la escritura de ese texto y pasar a otro. A veces cuesta porque hubo un momento en el que tuvimos convencimiento.

Hay una sensación de frustración y de fracaso, de no haber sido capaces. Quizá centrarse más en lo aprendido, sea de la escritura o de nosotras mismas. De preferencias y límites. Se descubre que hay temas que preferimos no abordar o que aún hay un recorrido para adquirir habilidades en la escritura.

Abandonar una historia no tiene que ser un fin definitivo. Más tarde se puede regresar con otra versión o con nuevas capacidades. El caso es mantenerse en movimiento. No aporta tanto quedarse en un rincón rumiando ideas del tipo «no valgo» o «no sirvo» para escribir.

Cuando una historia se pone cuesta arriba, ¿te cuesta cambiar a otra o te empeñas en seguir a pesar del esfuerzo?


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Laura y Enrique salieron del cine. Ella alegre y contenta, él con paso lento y gesto tenso.

—Quique, ¿estás bien?

—De maravilla. —Sonrió de manera forzada.

—Venga, que no me lo creo ni yo. Vamos a tomar un café en una terraza, que hace buena temperatura.

Localizaron una cafetería cercana y eligieron mesa. Con sus cafés delante retomaron la conversación.

—No te ha gustado la peli de miedo, ¿verdad?

Silencio elocuente.

—Te he visto encogido en la silla. Y cerrabas los ojos cuando aparecía el monstruo.

—No sé cómo lo disfrutas…

—Tiene su punto esa sensación de tensión sabiendo que no es real. ¿Por qué has venido?

—Llevabas tiempo hablándome de la película, te veía ilusionada con el estreno. Quería… quería compartir un momento juntos.

—¿A costa de que uno de los dos lo pase mal? No lo veo. Para que podamos disfrutarlo los dos, ambos nos tenemos que sentir bien. ¿No te parece?

—Tienes razón.

—A ti te encantan los juegos de rol. Y me gusta oír hablar de las partidas que echas con el grupo. Pero no me pidas que juegue contigo una. Se me hace muy complicado y lioso. Prefiero encontrar puntos en común pero sin forzarme.

Enrique asintió. Entendió el valor de sus palabras.

—El cine me gusta.

—No el de terror. —Enrique negó con la cabeza.

—Entonces cuando vayamos juntos escojamos otro tipo de películas.

—¿Me abrazarás esta noche?

—Sí, mucho y fuerte. Te estrujaré hasta que escurras todo el miedo que se te ha colado dentro.

Enrique le sonrió y le acarició la mano a modo de agradecimiento.


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Un niño jugaba en el parque cuando al caerse se rozó contra el suelo y se desgarró el pantalón. Lloros inmediatos de la criatura por el susto y el golpe, lloros a la noche del pantalón por el desgarro en la tela.

—Tengo un agujero tremendo en la pernera derecha. Eso… eso no hay quien lo cosa. Ya no volverán a vestirme. Además apenas tenía un par de usos, era nuevo… ¡Buaaaaah!

El pantalón se lamentaba sin consuelo. Se sentía triste, inútil y feo. Nadie lo iba a apreciar en ese estado. Oyéndolo, un pantalón más viejo se arrastró desde el fondo del armario y se le acercó. Lo enrolló entre sus largas perneras y lo abrazó.

—Tú necesitas un parche para ese desgarrón —le dijo en voz baja y cariñosa—. Así serás un pantalón… ¡pirata!

El pantalón nuevo sonrió al imaginarse. Se sentía mejor.

—¿Y dónde consigo el parche?

—Yo podría aportar parte de mi tela. Hace mucho tiempo que me retiraron y no me usan. Me gustaría ayudarte.

—Eres muy generoso, pantalón veterano.

—Quiero seguir aportando aun en el retiro. Tijeras, ¿haces los honores?

—Yo soy unas tijeras escolares, no puedo con tu tela vaquera. Habrá que decirle como mínimo a las tijeras de cocina.

Después de convocarlas, las tijeras de cocina se presentaron en la habitación sigilosas. Unos libros se encargaron de tensar la pernera del pantalón veterano. El pantalón nuevo se mantuvo al lado de su compañero para que no se sintiera solo. Rato después el pantalón veterano quedaba asimétrico de las perneras.

Los libros le entregaron el retal al pantalón nuevo.

—Tenlo cerca para que puedan usarlo. Yo regreso a mi rincón en el armario. Espero que próximamente me cuentes tus aventuras piratas.

Al día siguiente en la casa se extrañaron de encontrar un retal vaquero junto al pantalón desgarrado. Sin embargo, prefirieron no hacer preguntas y lo usaron para remendar. El pantalón nuevo tuvo que soportar el dolor de la aguja de la máquina de coser. Pensó entonces en el pantalón veterano y aguantó con valentía.

Días después volvía a salir a la calle vistiendo al niño. Incluso lo enseñaban con orgullo, como un hecho original y singular. El pantalón nuevo no se olvidó de contar su nueva vida a su compañero veterano y con el tiempo hicieron una gran amistad.


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En la escritura hay muchos comienzos. La primera vez que se escribe un relato, una novela, una poesía. Incluso dentro de estos formatos, podemos iniciarnos en un nuevo tema. De escribir mayor mente fantasía a un estilo realista, dar un paso en la temática de terror, en lo romántico o en el humor.

Cada vez que empezamos en un nuevo ámbito de la escritura más que centrarnos en la inexperiencia y torpeza iniciales, tal vez podríamos fijarnos en esas primeras sensaciones. Esa sensibilidad, curiosidad cuando todo está por descubrir. Donde a falta de referencias y costumbre todo es importante, relevante.

Después ya irá asentando el conocimiento con la costumbre, la habilidad se desarrollará, pero esos primeros pasos entre vacilantes y admirados solo se experimentan al principio de forma efímera.

¿Cómo vives los comienzos en la escritura? ¿Con curiosidad, temor, satisfacción?


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Julia se acercó a la habitación que tenían como despacho en la casa. Ahí estaba Olga concentrada al ordenador.

—Toc, toc —se anunció Julia al llegar a la puerta. Llevaba un vaso de agua a Olga—. Servicio de habitaciones.

—Oh, gracias. —Olga tomó el vaso y bebió—. Todo un detalle.

—Una excusa para interrumpirte. ¿Estudiando?

—Sí, la certificación del trabajo que tengo que sacarme.

—Deberían daros tiempo en la propia oficina para prepararla, no solo el tiempo del examen.

—Bastante que nos pagan las tasas de examen, es todo un negocio.

—¿Y quién me paga a mí tu ausencia un domingo por la tarde? —Olga la miró con extrañeza—. En serio, necesitas más descanso, desconexión del trabajo, relajarte. Anda déjame.

Olga empujó con las piernas la silla de ruedas y se apartó. Julia tecleó en el ordenador y empezó a sonar una música suave con trinos de pájaros en un bosque.

—Uy, eso me duerme —respondió Olga—. Voy a intentarlo yo.

Poco después sonaba un piano.

—Esto está más animado, aunque sigue siendo lento y melódico —comentó Olga.

—Perfecto para bailar suave.

Julia inició unos pasos de baile.

—¿Me vas a dejar sola ahora también? —Giró en la silla a Olga y le tendió una mano. Ella sonrió y recogió la mano que la invitaba.

Olga comenzó con unos movimientos para desentumecer las extremidades. El cuello, los hombros, las piernas, las muñecas. Demasiado tiempo sentada. Después buscó el ritmo de la melodía y lo siguió. Julia la observó y ladeó la cabeza, dio un paso hacia ella. Abrió un brazo y le rodeó despacio la cintura. Bailaron abrazadas. Olga puso la cabeza sobre el hombro de su compañera de baile.

Julia subió un brazo y le rascó la nuca. Le respondió un suspiro junto a un ronroneo. Con la otra mano buscó su piel bajo la camiseta. Le acarició la espalda con delicadeza. Olga dio un beso en la base del cuello.

—Eh, no quiero babas en mi camiseta favorita —dijo Julia divertida. Momentos después se había quitado la prenda, estaba en ropa interior. Entonces Olga la abrazó más fuerte y le dio un suave mordisco en el hombro. Las manos de Julia subían la holgada camiseta de Olga. Poco después las dos prendas se hacía compañía sobre la silla.

Continuaba el baile entre caricias, abrazos y algún beso. Bailaban sintiéndose, disfrutándose, lento, intenso. Era un momento vivido y compartido. La canción alcanzó los últimos compases. Julia fue rápida y detuvo la reproducción antes de que saltara algún anuncio que quebrara el ambiente creado.

Se miraron a los ojos en la tenue luz que se filtraba por la persiana bajada a medias. Se sonrieron con sinceridad.

—Me ha encantado este baile, lo has hecho especial —confesó Olga.

—Ay, demasiado estudio en tu cabeza. Eres estupenda. ¿Te parece si preparamos una cena temprana y fresca? Con certificado de calidad.

Sin recoger las camisetas se dirigieron a la cocina y prepararon una rica cena mientras compartían sus impresiones del día y sus inquietudes.


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