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Blog de historias varias y reflexiones en torno a la escritura.

Alicia y Marcos coincidieron al inicio del primer curso de universidad. Se sonrieron con el nerviosismo de ser nuevos y la curiosidad. La semana siguiente tenían prácticas por la tarde y se había formado un grupo espontáneo de alumnos para ir a comer. Alicia y Marcos estaban en él. A cada rato se miraban y sonreían, se caían bien. Así que fue natural el que acordaran ser pareja en las prácticas.

Días después quedaban en un aula de estudio para preparar el correspondiente informe que tenían que entregar.

—¿Cuándo es tu cumpleaños? —preguntó Alicia.

—Dentro de mucho, ¿es que me quieres regalar algo?

—Umm… no, no era lo que pensaba. —La cara de Marcos se ensombreció—. Quería saber cuándo habías nacido, por lo del signo del zodiaco.

—Y estudiar compatibilidades, antagonismos y personalidades, claro —comentó con ligereza Marcos.

La que puso mala cara en ese momento fue Alicia.

—Yo creo en ello —afirmó rotunda ella.

—Yo desde que leí eso del efecto de Forer por el que crees que generalidades vagas son mensajes personalizados, como ocurre con el horóscopo, me he vuelto más escéptico. Además, la compatibilidad teórica no es lo mismo que la real.

—¿Qué quieres decir?

—Que aunque tus constelaciones salgan que somos compatibles, eso no garantiza nada.

—¿Por qué? —se interesó Alicia.

—Pienso que el llevarse bien y sin roces es una tarea diaria más que una gracia caída de un manzano. Respeto por la diferencia, paciencia ante los errores, aceptar defectos propios y ajenos. La chispa del resentimiento puede saltar en cualquier momento.

—¿Y sueles dar discursos de manera habitual?

—Uy, ¿ves? Ya estás picada. Me gusta expresar mi forma de ser. Procuro no herir en el intento y ser comprensivo con las opiniones de otras personas.

Alicia suspiró.

—¿Entonces no somos compatibles? —dijo con decepción ella.

—¿Piensas que vas a encontrar alguien que esté de acuerdo contigo en todo? Si ya te parece una barrera pensar diferente sobre el horóscopo o el zodiaco, ni te cuento si alguna vez te planteas convivir con alguien.

Alicia se quedó pensativa.

—Es un tema para darle una vuelta, la verdad. ¿Te parece si ahora volvemos al informe?

—No me has respondido a cuándo es tu cumpleaños.

—Tampoco pensabas regalarme nada, solo querías el dato en sí.

Alicia dio un suave puñetazo en el antebrazo a Marcos antes de concentrarse de nuevo en la tarea.


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Las ardillas del parque jugaban al béisbol cuando no había nadie que las viera. Esto solía ser a última hora de la tarde, cuando los últimos paseantes se alejaban antes de que cerraran las altas puertas enrejadas de los accesos. Usaban como bola papel de aluminio arrugado en el que introducían piedrecitas del estanque para darle peso. Para batear se valían de palos de polo.

Un tarde de verano, cuando las sombras eran muy largas y se acercaba al anochecer, estaban jugando con gran emoción. Entonces la ardilla bateadora golpeó la bola con enorme fuerza y salió de los límites del campo. Siguieron la trayectoria de la esfera para comprobar con decepción cómo se colaba entre las rendijas de una alcantarilla.

Se pusieron a discutir qué hacer. El partido estaba muy animado y no era cuestión de perder mucho tiempo. ¿Fabricar una nueva bola? Llevaría un rato y crearía unas nuevas condiciones. No les convenció la idea. Tenían que recuperar esa bola. Intentaron meter el palo de polo por la rendija de la alcantarilla, pero no alcanzaba, estaba demasiado profunda.

Los minutos pasaban con gran tensión. Una gaviota graznó en lo alto de un tejado ajena a su situación. Sin embargo, despertó la creatividad de una de las ardillas. Pescar, necesitaban pescar la bola. Y para ello hacía falta sedal y un anzuelo. La cuestión era conseguirlo.

Aprovecharon la hora tardía y un par de ardillas exploradoras salieron del parque. Cruzaron con mucho cuidado la carretera y se ocultaron tras un puesto de helados junto al paseo marítimo. Allí chistaron varias veces hasta que acudió un cangrejo de las rocas. Le contaron su necesidad y le preguntaron si podía ayudarlas.

El cangrejo se quedó pensativo un rato, pero después asintió con la cabeza. El cangrejo se acercó a las rocas donde vivía en la parte baja del paseo. Se colocó en la zona de los pescadores y cuando uno de ellos recogía un sedal vacío, cortó con sus pinzas la parte final. Recogió sedal y anzuelo y volvió donde las ardillas.

Ellas lo recibieron con gran alegría. El cangrejo les pidió a cambio alguna de las piedras del estanque del parque. Le gustaba hacer malabares con ellas porque eran más redondeadas y fáciles de manejar. Las ardillas aceptaron el trato y prometieron que al día siguiente le llevarían lo que había pedido.

De vuelta a la alcantarilla, metieron el anzuelo con el sedal por la rendija. Esta vez era lo suficientemente largo como para llegar a la bola. Un poco de habilidad, otro poco de maña y una pizca de suerte, la bola de aluminio se enganchó en el anzuelo y poco después pasaba entre las rendijas. Las ardillas gritaron de alegría al ver recuperada su preciada bola.

Retomaron el partido y cuando se resolvió, volvieron cansadas y satisfechas a sus agujeros de los árboles. Al día siguiente no se olvidaron de cumplir la promesa hecha al cangrejo, el cual se puso muy contento con sus piedras del estanque.


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Mauro sacó unas fotografías a Paloma aprovechando el fondo del horizonte con el mar. Estaban en el paseo junto a la playa y ella posaba junto a la barandilla. Después de un rato, Paloma se acercó para ver en la pantalla de la cámara las imágenes.

—Hala, ¿y esta soy yo? Si hasta parezco guapa. Tu cámara es mágica.

—No pareces guapa, lo eres. La cámara no es mágica, es más la habilidad para captar la emoción en instantáneas.

—Haces unas fotos increíbles, en es pecial de aves. Recuerdo cuando me las enseñas, son preciosas.

—Eso es saber dónde ir, un señuelo en ocasiones para que acudan y mucha, mucha paciencia. Tú me lo pones mucho más fácil. Además, es más gratificante.

Mauro esbozó una sonrisa de falsa inocencia.

—Pillo.

—En serio, aprecia la belleza que emanas. El brillo y la fuerza de tu mirada dicen mucho.

—¿Incluso con gafas?

—Incluso con gafas de lista.

—Listillo tú.

—Me cuesta entender que no te veas con el mismo aprecio que otras personas te ven.

—No todo el mundo me valora como tú.

—Entonces tendré que repetirte tus bondades hasta que te las creas por ti misma. Y no hagas caso a las pamplinas de otra gente.

—No son pamplinas, son comentarios hirientes y con intención.

Mauro se rascó la cabeza.

—Aléjate de esas personas, no te hacen bien.

—No siempre es posible.

—Ignóralos, demuestra que tu estima está por encima de sus palabras.

—No es fácil, más si hay una jerarquía de poder.

—Pues a tus jefes, que les den un curso de empatía.

—A esos seguro que ni con tu cámara ni tu habilidad conseguías sacarles un perfil bueno.

Ambos sonrieron con complicidad. De pronto se levantó una ráfaga de viento y la arena que salió de la playa los obligó a cerrar los ojos y a agachar la cabeza.

—Será mejor que nos refugiemos. ¿Te parece tomar algo en los bares aquellos?

—Bien, estupendo.


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El sol no se despierta solo por las mañanas. Cuando se acuesta en su cueva de la montaña lejana le da cuerda a un juguete para que suene pronto al día siguiente. El juguete era un perrito sentado sobre sus patas traseras y que en la delanteras tenía un par de platillos. Cuando se activaba, el perrito chocaba los platillos de forma repetida y sonaba.

Una noche al sol se le olvidó dar cuerda al juguete, con lo que al día siguiente no sonó. Y el sol, como tenía el sueño muy profundo, no se despertó. La luna y las estrellas, viendo que el sol no se levantaba se quedaron un rato más para evitar que el mundo se quedara totalmente a oscuras.

Ante el retraso del sol, un ratón de campo que andaba cerca de la montaña lejana se acercó a la cueva donde dormía tan plácido el astro luminoso, para ver qué sucedía. No pudo aproximarse mucho, porque salía un gran calor que lo achicharraba, pero unos tremendos ronquidos le hicieron saber cuál era la causa del retraso del sol.

¿Cómo podía despertarlo de su profundo sueño si no podía acercarse? Miró a su alrededor y se fijó en unas cañas huecas que crecían junto a una acumulación de agua. Con sus afilados dientes cortó una y le hizo unos agujeros en medidas concretas. Acababa de construir una flauta rudimentaria.

Hizo algunas pruebas que sonaron desafinadas, añadió unos adecuados retoques al instrumento y comprobó que estaba lista. Entonces empezó a interpretar una hermosa melodía que se coló dentro de la cueva. Al de un rato los ronquidos cesaron y apareció el sol con pasos vacilantes y cara adormilada.

—¿Qué pasa? —dijo mientras se frotaba los ojos.

—Seré breve, sol, te has dormido. La música era para despertarte.

El sol se puso rojo de vergüenza al enterarse de su falta. Se dio prisa en despejarse y en empezar a iluminar el día. En cuanto al ratón de la flauta, le pidió que lo visitara todas la mañanas por si se volvía a quedar dormido. Además le había gustado mucho la melodía y le agradaría volver a escucharla.


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A veces aceptamos cualquier escrito por la simple satisfacción de haber escrito algo. La exigencia no es que ahogue, se ha relajado demasiado. Todo vale, nos conformamos. Esa sensación de bienestar tiene un punto de falso techo. Está ahí, al tiempo que limita otros avances en la escritura.

¿Dónde queda esa inquietud de buscar una mejora en el texto? En cultivar un talento literario. Hay veces que por cansancio o por pereza se rebaja el nivel de esfuerzo. Ahora bien, no habría de ser la costumbre. Si no, se da el estancamiento y un beneplácito hueco.

Deja de aparecer ese júbilo repentino por crear algo inesperado y que suena increíble. Ese regocijo por la superación personal al escribir. El gusto de ver que con el tiempo hemos trabajado el arte literario y ha dado sus frutos.

Justa exigencia para avanzar, adaptada a las circunstancias de cada cual.

¿Alguna vez has sentido este conformismo por tus escritos? Un «vale», muy dejado y arrastrado, que suena a rutina y falta de entusiasmo.

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Samuel había dormido inquieto esa noche. No había pasado desapercibido para Julia, que había estado junto a él. Cuando ella abrió los ojos, él estaba mirando al techo, perdido en sus pensamientos.

—¿Otra noche movida?

—¿Eh? Oh, lo siento, no quería molestarte.

—Ha pasado un mes desde que te mudaste aquí y todavía rara es la noche que descansas en paz. Das vueltas, me rozas, largos suspiros… ¿Qué sucede? ¿Hay algo que te preocupe?

—Esta ciudad tan grande, me agobia, todavía no me hago.

—¿Solo eso?

Ella se giró en la cama para poder mirarlo. No se le escapó su gesto contrariado.

—Siento… Temo… que convivir nos desgaste y… que nos separemos. Yo ya completamente solo en esta ciudad no sé qué haría.

—Es cierto que pasamos más tiempo juntos, ahora bien, no tiene que ser todo el tiempo. Al principio te estoy ayudando a asentarse y a conocer el lugar, a hacer el cambio.

—Y lo agradezco…

—Pero llegará un momento en que tengas que salir por tu cuenta más allá del trabajo. No se puede mantener que yo sea tu única referencia. Tendrías que ampliar tu red de contactos.

Samuel se dio la vuelta para evitar mirarla.

—Aquí no conozco a nadie y la gente del trabajo no me inspira suficiente confianza. Esto no es el pueblo del que vengo donde todo el mundo sabe la vida del resto. Y paso de meterme en aplicaciones para conocer gente, a saber lo que hay ahí.

—Puede haber otras alternativas.

—¿Cómo cuáles? —Samuel se volvió con interés.

—Tienes un perfil en redes donde compartes fotos de naturaleza, ¿no? Pon un mensaje de que andas en esta ciudad y quieres conocer gente para ir a sacar fotos de paisajes, animalillos o lo que se os ocurra. Gente con la que compartir afición para empezar.

—No es mala.

—Es un paso para encontrar otras personas afines y de confiar con el tiempo en alguien más que en mí en estos momentos. Una forma de airearte y evitar asfixiar lo que nos une.

Samuel sonrió.

—Me encantan tus ideas. Me encantas tú misma entera.

Julia sonrió complacida.

—Si tanto te encanto, ¿por qué no preparas el desayuno para los dos?

Samuel puso un fugaz gesto de fastidio pero poco después trajinaba por la cocina.

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Llamaron por teléfono y el hombre dejó sobre la mesa la marioneta con la que estaba ensayando su próximo número. Salió de la estancia para tener una mejor señal y una conversación clara. Mientras la marioneta, lejos de la vista y el control del hombre, se recompuso y miró a su alrededor.

Sobre la mesa vio hojas donde había escrito el guion del número, un bote de lapiceros y rotuladores. También pudo ver una tableta electrónica. Era la misma con la que a veces el hombre se grababa para comprobar cómo quedaba la actuación y poder corregir errores o introducir mejoras. La tableta encendió la pantalla.

—Me está llegando una actualización. ¿Tú cuándo tienes que poner al día tu sistema operativo? —le preguntó a la marioneta.

—Yo no tengo sistema operativo ese, en la actuación me muevo con los hilos que mueve el marionetista. No tengo cables ni me enchufan.

—¿Entonces funcionas a todas horas y no te quedas obsoleta?

—No dependo de la electricidad, si es a lo que te refieres. Y lo de obsoleta… Soy antigua, a veces se me enredan los hilos y temo que lleguen otras marionetas más nuevas y me sustituyan. Creo que el marionetista me usa porque fui de las primeras y me tiene especial cariño, no porque sea la mejor.

—Jo, qué suerte. Yo tengo una vida limitada. Sin actualizaciones dejo de ser útil porque no estoy al día. No me pueden instalar más aplicaciones y funciono mal. Entonces me tendrán que desechar…

La tableta bajó el tono y habló con mucha tristeza.

—Bueno, aunque llegue el momento de que no puedas conectarte a internet, puedes servir como álbum de fotos digital. Incluso podrías ser un espejo en una de las actuaciones.

—No me gusta, yo quiero estar conectada. Conocer las últimas noticias, los mensajes de redes sociales…

—Hay otro mundo informativo más allá de las conexiones digitales. Hay un mundo de cuchicheos, rumores, dimes y diretes que circulan más allá. Y que a veces son tanto o más importantes siempre que sean ciertos y no resulten molestos.

La tableta se iluminó con interés.

—Anda, no sabía.

—Por ejemplo, el muñeco de trapo ha perdido un botón de su traje esta mañana. Lo ha encontrado gracias a que el martillo lo ha visto en la caja de herramientas. Internet tiene muchas respuestas, pero no todas.

La tableta puso un icono de estar procesando. En ese momento se oyó la puerta de la estancia y el hombre entró. La marioneta guiñó un ojo a la tableta y está emitió un último destello antes de volver a su estado de reposo.


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Cuando Tania entró por la puerta de casa vio pegada en la pared del pasillo una nota. «Hay una intrusa en la cocina. Encárgate de ella». Reconoció la letra de Blanca. Intrigada se dirigió a la cocina. Sobre la mesa encontró una orquídea en su tiesto. En la tierra había clavada una vara en la que se apoyaba la planta para que se mantuviera erguida y no cediera bajo el peso de las grandes flores.

Ahora tenía que cuidarla. Dedujo que recién traída de la floristería, de momento estaría en buenas condiciones. De todas maneras, anotó en un rincón de su mente que debía comprar un pulverizador para poder regarla. Y quizá algo de abono si fuera necesario. Sus pensamientos encadenaron ideas de cómo conservar en buen estado aquella orquídea.

Para empezar tenía que colocarla en un lugar adecuado. Ahí en la cocina hacía demasiado calor cuando trajinaban y además le daba mucho el sol. Decidió ponerla en la sala, sobre la mesa del centro. Además armonizaba con los colores de la estancia. Cuánto detalle. Aunque eso de los colores pensó que había sido más bien una coincidencia.

Avanzada la tarde llegó Blanca. Encontró a Tania en el la sala con un libro entre las manos. Frente a la orquídea. Posó con cuidado su bolsa de deporte y la contempló durante unos segundos. Absorta como estaba en la lectura no había notado su presencia.

—Hola, ¿cómo ha ido el día? ¿Has hecho una nueva amiga?

Tania se giró hacia la puerta y sonrió a Blanca. Le hizo un gesto para que se acercara y se sentase.

—Ha sido idea tuya, ¿verdad?

—Umm… tal vez…

—Gracias, me ha hecho mucha ilusión.

—Me lo imaginaba. Cada vez que íbamos al supermercado y pasábamos por delante de la floristería se te iban los ojos.

—¿Y cómo sabías que era la orquídea?

—Cuestión de mirar donde miras.

—Has acertado, era algo que deseaba. Pero no teníamos ninguna planta en casa y tú con el tema de alergias…

—Lo mío es al polen de las gramíneas, así que con la orquídea no hay problema.

—Tienes unos detalles maravillosos.

—Verte así de contenta sí que es una maravilla. Ahora espero que todos tus cuidados no se los lleve la planta.

—No, ni mucho menos. Hay que repartir las atenciones para que cada elemento crezca a su ritmo.

—Hoy me gustaría extra de cuidados, en el trabajo ha sido un día muy demandante, más luego paliza en el gimnasio.

—Preparo yo la cena entonces y luego a dormir pronto.

—Me parece buen plan.


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En el hormiguero pasaban frío por las noches. Usaban mantas de hojas verdes para taparse, pero tenían la desventaja de que enseguida se secaban y se volvían quebradizas. Se rompían a la mínima y además raspaban. Muy incómodo todo ello. Pensaron en buscar alternativas más óptimas.

En este contexto un día una hormiga exploradora llegó a la zona de la granja que había cerca del bosque. Allí vio a una oveja con el pelaje largo. Se acercó e intentó quitarle unas hebras del lomo. La oveja, que bien sensible era, se dio cuenta y se revolvió inquieta. Casi tira a la hormiga si no fuera porque se sujetó con fuerza.

—¿Quién quiere mi lana sin permiso de la pastora? —preguntó la oveja malhumorada.

—Soy yo, una hormiga.

Y le explicó el problema que tenían de frío en el hormiguero. La oveja se negó a regalar su lana. La hormiga aceptó el rechazo pero no se dio por vencida. Volvió a su refugio y expuso la situación. Allí estuvieron deliberando largo tiempo. Mandaron más hormigas exploradoras a la zona del redil para ver qué opciones tenían. Las investigaciones dieron resultado y tuvieron una idea.

Un día, que la oveja estaba paciendo, se le acercó la hormiga de la primera vez. La reconoció y le devolvió una mirada dura, llena de desprecio. Como vio que no se movía, añadió.

—No regalo lana.

—Lo sé, por eso venía a ofrecerte un trato.

—¿Trato? ¿Qué tiene una hormiga que pueda interesarme?

—Nos hemos dado cuenta que el agua de tu abrevadero está verde. ¿Cada cuánto te la cambian?

—No llevo la cuenta de los días, pero muchos. Demasiados. La pastora no se preocupa. Ve que está lleno y cree que es suficiente. —La oveja suspiró con fastidio.

—¿Y si consiguiéramos que te cambiara el agua más a menudo?

—¿Cómo?

—Vaciando el abrevadero. Es de madera. Podemos llamar a nuestras primas las termitas para que hagan un agujero en el fondo y pongan un tapón. Cuando quieras un cambio de agua, nos dices y soltamos un poco el tapón para que baje el nivel y así tenga que rellenar con agua fresca.

La oveja miró a la hormiga con cara de asombro. —¿Hay trato? —sonrió la hormiga.

—Hay trato —aceptó la oveja.

Ambas partes cumplieron con su cometido. Al de unos días el tapón de abrevadero estaba colocado y a cambio las hormigas pudieron cosechar una parte de la lana de la oveja. Le quitaron de zonas discretas y dispersas para que la pastora no sospechara. Luego en el hormiguero crearon la función de hormigas tejedoras. Estas preparaban la lana y después la tejían.

Finalmente lograron unas estupendas mantas de lana y en el hormiguero dejaron de tener frío por las noches.


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Beatriz sacó su libreta del bolso para revisar la lista de la compra. Se encontraba en el supermercado junto a Ginés. Al abrir la libreta por la página equivocada se deslizó una nota doblada. Beatriz se agachó rápida a recogerla, pero Ginés se le adelantó y la pudo atrapar antes. Ella compuso un gesto de fastidio.

—¿Por qué la guardas? —preguntó con seriedad Ginés. Se trataba de un croquis de un barrio de la ciudad. Lo hizo él años atrás cuando se conocieron. Ella era una recién llegada y preguntó por una dirección. Él le hizo ese esquema básico de calles y añadió como detalle su número de teléfono por detrás junto a su nombre.

—Es de los pocos dibujos o manuscritos que tengo de ti. Además de que fue el primero. Una vez me enseñaste un cuaderno de dibujo tuyo, se te daba bien.

—Me cuesta volver a dibujar, me recuerda demasiado a mi padre fallecido, que fue quien me enseñó. Demasiados recuerdos.

—¿Y otro arte visual que no sea exactamente el dibujo? Tienes una capacidad visual muy buena para la perspectiva, las proporciones y demás. Tendrías que sacar el arte que llevas dentro.

Ginés se la quedó mirando entre las botellas de agua y los refrescos que había en el pasillo del supermercado.

—El otro día miré la información cultural del municipio y vi que había un curso de pintura. Reconozco que me acordé de ti. Además los horarios encajaban con tu trabajo. Era por la tarde a partir de las siete.

Ginés suspiró y se sintió atrapado por la sugerencia. Era verdad que ansiaba volver a trabajar su lado artístico, pero también temía que con la falta de práctica se hubiera perdido o cuanto menos atrofiado. Tenía miedo a descubrir que su talento ya no fuera el que había llegado a ser.

—Eso es a sorteo, ¿no? El que te toque una plaza.

—Claro, pero si no echas nunca te va a tocar. Puedes intentarlo. Me gustaría volver a verte sonreír con material de pintura, dibujo o semejante entre las manos.

—De acuerdo, cuando lleguemos a casa vemos cómo es el tema de la preinscripción.

Beatriz se alegró y ambos continuaron con la compra por el supermercado.


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