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Blog de historias varias y reflexiones en torno a la escritura.

Mónica estaba en la cama medio adormilada. Poco después llegó Arturo, que se metió con cuidado para lo alterarla, quería respetar su sueño.

—Gracias —musitó Mónica.

—Me acabo de meter en la cama, no he hecho nada especial.

—Por recibirme con una sonrisa cuando he llegado a casa. Por preparar la cena.

—Has venido tarde de una reunión del trabajo que se ha alargado. Se te veía el cansancio hasta en las pestañas.

Arturo se puso de costado hacia Mónica y empezó a rodear la cintura de ella con el brazo.

—¿Te molesta?

—No, está bien. Puedes apagar también la luz de la mesilla.

Arturo se volvió un momento y le dio al interruptor. Luego recuperó la postura de abrazo de costado. Mónica suspiró tranquila. Arturo inició unas leves caricias.

—Me siento segura contigo —reconoció Mónica.

—Pero si eres de las que defiende la libertad e independencia personales.

—Lo digo en el sentido de la confianza. Poder relajarme, bajar la guardia y saber que no te aprovecharás de ello.

Arturo detuvo las caricias un momento por la sorpresa.

—¿Cómo voy a aprovecharme de la vulnerabilidad de alguien?

—Eres entonces una buena persona. No todo el mundo es así.

Arturo sintió que el cuerpo de Mónica se tensaba, quizá al recordar. La abrazó con más fuerza y le dio un beso en el hombro hasta que sintió que se volvía a calmar.

—Creo que el cansancio te afecta —comentó Arturo.

—Me afecta para decir verdades que en otros momentos no me atrevo.

—Será mejor que descansemos.

—¿Te he incomodado?

—Me has dejado más bien pensativo.

—Eres una gran persona —dijo Mónica. Se soltó del abrazo de Arturo y se giró hacia él. Le acarició la cara con delicadeza.

—Es momento de dormir.

—Te escabulles.

—Buenas noches —dijo Arturo.

—Como quieras, buenas noches —respondió Mónica.


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Un peluche de oso estaba sentado en un rincón llorando solo. Al verlo, el peluche de elefante se separó del resto que estaba jugando y se le acercó.

—Hola, oso, ¿estás triste? ¿Te duele algo?

—Me duele la pata —respondió con un sollozo.

Elefante se fijó y vio un desgarrón en la pata derecha. Tenía muy mala pinta. Elefante se puso al lado de oso y lo miró con atención.

—Vete, nadie me va a querer ahora. El niño ya no querrá jugar con un peluche cojo y tampoco voy a poder correr con vosotros.

—¿Qué ha pasado, oso? —intentó desviar la atención elefante.

—Ha sido en la lavadora, me pillaron la pata con la puerta.

—Tuvo que ser muy doloroso.

—Sí, y ahora además me siento triste.

—Tenemos que hacer algo, así no puedes seguir. ¿Me dejas que se lo cuente al resto de juguetes?

—¿Para que se rían de mí?

—No, para pensar entre todos la mejor manera de ayudarte.

—Vale —respondió oso entre hipidos.

Elefante puso en conocimiento al resto de la situación. En el grupo habían comentado que habían echado en falta a oso, pero que no sabían que estaba tan mal. Deliberaron sobre las posibilidades que tenían y poco a poco fueron surgiendo ideas.

El muñeco de superhéroe ofreció parte de su capa confeccionar unas zapatillas a oso. El payaso cedió uno de los imperdibles de su traje a modo de aguja. La alfombra, que lo había oído todo, dio uno de sus largos hilos. Entre todos los peluches hicieron una donación de algodón para poder rellenar la zapatilla de la pata desgarrada. Por último, una muñeca cedió un par de lazos de su traje para que sirvieran de adorno.

La labor de confección se la dejaron al veterano peluche de perro, ligeramente descolorido pero muy sabio y hábil en sus labores. Cuando tuvieron las zapatillas se acercaron en grupo donde oso. Oso los miró con recelo. Entonces elefante le explicó el plan. Oso empezó a llorar en silencio, esta vez de emoción.

Sintió en ese regalo, no solo la solución a su problema, sino el aprecio del grupo de juguetes de la habitación, donde cada uno había aportado a su manera. Se puso las zapatillas y comenzó a caminar ante la atenta mirada del resto.

—Me encantan, son preciosas. Muchas gracias.

Los juguetes le devolvieron una sonrisa sincera.


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Mateo llamó a Sonia según iba por el pasillo de la casa.

—Ven aquí —le indicó desde la sala—.

Sonia desvió su camino al dormitorio después de salir del baño recién duchada. Mateo apagó la televisión e hizo espacio a Sonia en el sofá.

—¿Cómo estás? —preguntó Mateo.

—Bien.

—¿Bien? No me lo creo, te noto los últimos días distraída. ¿Qué sucede?

—Mucha responsabilidad en el trabajo, proyectos para ayer, falta de coordinación…

—Días intensos, ¿una racha dura?

—Sí.

—¿Puedo hacer algo por ti para que te sientas más cómoda y relajada?

—¿Bloquear mi correo corporativo para no recibir mensajes en una semana? —dijo Sonia con una sonrisa inocente.

—Y le ponemos un candado de siete llaves para que ni el informático más experto pueda desbloquearlo hasta pasados unos días.

—Ojalá fuera tan fácil…

—¿Quieres algo fácil?

Sonia ladeó la cabeza y miró a Mateo con curiosidad.

—Asumo un sí. ¿Cerrarías los ojos y me dejarías tocarte la cabeza?

Ella siguió las instrucciones y asintió en silencio.

—Genial.

Mateo se alargó los brazos hasta acariciarle el cuello, después subió por las orejas y llegó al largo cabello rizado de Sonia, aún ligeramente húmedo. Le empezó a masajear la cabeza. Al principio con suavidad y luego con más intensidad. Sonia se empezó a relajar.

—Te agrada, ¿eh?

—Sí, lo haces bien.

—¿Mejor que en la peluquería?

—En la peluquería son profesionales, pero tus manos tienen un toque distinto.

—Es decir, que gano por ser yo.

—Algo así.

—¿Sabes? Me encanta sentirte cerca.

—Dormimos cada noche en la misma cama.

—Pero no es lo mismo, eso es más como pasivo. Son muchas horas pero sin estar de forma consciente. Esto es distinto.

—Tienes razón. Aunque en la cama no solo dormimos…

—Claro, vemos la tele, leemos, consultamos el teléfono…

—Sabes a qué me refería además de eso.

—¿Has cambiado de champú? Huele diferente.

—Sí, me recomendaron uno el otro día y he probado. ¿Qué te parece?

—Un olor muy agradable, casi tanto como tú.

—¿Cuánto azúcar te has tomado hoy?

—El suficiente como para endulzar toda tu vida.

Sonia sonrió divertida. Suspiró relajada.

—Me está entrando el sueño con tanto masaje.

Mateo paró las manos y Sonia abrió los ojos.

—Gracias por la atención y tu interés.

—Lo que quiero es que estés bien. Ahora vete a dormir, estarás cansada. Yo me quedo un rato leyendo. Buenas noches.

—Buenas noches.


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El vaso de la cocina estaba harto de que lo besaran al beber, de que lo chocaran con otros vasos al brindar. No le gustaba que lo frotaran al lavar y luego al secar. Más que nada, porque no podía elegir. Se sentía que lo sobaban aquí y allá, que él no podía elegir. Así que se volvió gruñón y cascarrabias.

Una noche, en el silencio de la casa, el reloj de la cocina se interesó por el cambio de humor del vaso. Este se lo explicó refunfuñando. Cada día estaba de peor carácter. Y eso se notaba en su trato con otros utensilios.

—Vaso, como sigas rehuyendo al estropajo cuando estás lleno de jabón, un día vas a resbalar y hacerte trizas. ¿Es lo que quieres?

—Lo que quiero es poder elegir por una vez quién me toca y me roza.

—¿Y qué te gustaría?

El vaso se quedó en silencio.

—¿Vaso?

—Bueno… Veo la alfombra del pasillo y siento curiosidad por tocarla. Por rodar sobre ella. Igual es un poco extraño, no sé.

—Es un deseo tuyo y no es complicado de cumplir. Igual pedías que te secaran con un trapo de seda. De eso no hay en la casa.

—¿Y cómo llego yo a la alfombra? Desde esta balda hay mucha altura al suelo.

—Pediremos ayuda. ¿Taburete?

El aludido se agitó al sentirse llamado.

—Acerca la cesta del gato y ponla bajo la balda.

El taburete obedeció. No hubo problema porque la mascota se había ido con la familia a la casa de veraneo.

—¿Quieres que me tire al cojín de la cesta del gato?

—Caerás sobre mullido.

El vaso, tras vacilar unos segundos, se acercó al borde y finalmente se dejó caer. De ahí asomó por encima de la cesta y a saltos atravesó la cocina. De ahí llegó al pasillo y a la ansiada alfombra. Miró a un lado y a otro con recelo como si algo pudiera interponerse. Una vez tranquilo, saltó sobre la alfombra, se tumbó de lado y empezó a rodar.

Al principio con precaución y luego con más entusiasmo. Estaba muy contento al poder completar su deseo. Después de un rato y bastante cansado, volvió a la cocina.

—¿Y ahora cómo vuelvo a la balda, reloj de pared?

—Haremos una escalera con el taburete, las cazuelas y la caja de galletas, ¿te parece?

—Un poco arriesgado, aunque ahora me encuentro tan bien que estoy dispuesto a ello.

Y con habilidad y maña el vaso volvió a su balda. Desde aquel día dejó de ser tan gruñón y refunfuñar tanto mientras recordaba sus momentos divertidos en la alfombra del pasillo.


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Alicia y Marcos coincidieron al inicio del primer curso de universidad. Se sonrieron con el nerviosismo de ser nuevos y la curiosidad. La semana siguiente tenían prácticas por la tarde y se había formado un grupo espontáneo de alumnos para ir a comer. Alicia y Marcos estaban en él. A cada rato se miraban y sonreían, se caían bien. Así que fue natural el que acordaran ser pareja en las prácticas.

Días después quedaban en un aula de estudio para preparar el correspondiente informe que tenían que entregar.

—¿Cuándo es tu cumpleaños? —preguntó Alicia.

—Dentro de mucho, ¿es que me quieres regalar algo?

—Umm… no, no era lo que pensaba. —La cara de Marcos se ensombreció—. Quería saber cuándo habías nacido, por lo del signo del zodiaco.

—Y estudiar compatibilidades, antagonismos y personalidades, claro —comentó con ligereza Marcos.

La que puso mala cara en ese momento fue Alicia.

—Yo creo en ello —afirmó rotunda ella.

—Yo desde que leí eso del efecto de Forer por el que crees que generalidades vagas son mensajes personalizados, como ocurre con el horóscopo, me he vuelto más escéptico. Además, la compatibilidad teórica no es lo mismo que la real.

—¿Qué quieres decir?

—Que aunque tus constelaciones salgan que somos compatibles, eso no garantiza nada.

—¿Por qué? —se interesó Alicia.

—Pienso que el llevarse bien y sin roces es una tarea diaria más que una gracia caída de un manzano. Respeto por la diferencia, paciencia ante los errores, aceptar defectos propios y ajenos. La chispa del resentimiento puede saltar en cualquier momento.

—¿Y sueles dar discursos de manera habitual?

—Uy, ¿ves? Ya estás picada. Me gusta expresar mi forma de ser. Procuro no herir en el intento y ser comprensivo con las opiniones de otras personas.

Alicia suspiró.

—¿Entonces no somos compatibles? —dijo con decepción ella.

—¿Piensas que vas a encontrar alguien que esté de acuerdo contigo en todo? Si ya te parece una barrera pensar diferente sobre el horóscopo o el zodiaco, ni te cuento si alguna vez te planteas convivir con alguien.

Alicia se quedó pensativa.

—Es un tema para darle una vuelta, la verdad. ¿Te parece si ahora volvemos al informe?

—No me has respondido a cuándo es tu cumpleaños.

—Tampoco pensabas regalarme nada, solo querías el dato en sí.

Alicia dio un suave puñetazo en el antebrazo a Marcos antes de concentrarse de nuevo en la tarea.


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Las ardillas del parque jugaban al béisbol cuando no había nadie que las viera. Esto solía ser a última hora de la tarde, cuando los últimos paseantes se alejaban antes de que cerraran las altas puertas enrejadas de los accesos. Usaban como bola papel de aluminio arrugado en el que introducían piedrecitas del estanque para darle peso. Para batear se valían de palos de polo.

Un tarde de verano, cuando las sombras eran muy largas y se acercaba al anochecer, estaban jugando con gran emoción. Entonces la ardilla bateadora golpeó la bola con enorme fuerza y salió de los límites del campo. Siguieron la trayectoria de la esfera para comprobar con decepción cómo se colaba entre las rendijas de una alcantarilla.

Se pusieron a discutir qué hacer. El partido estaba muy animado y no era cuestión de perder mucho tiempo. ¿Fabricar una nueva bola? Llevaría un rato y crearía unas nuevas condiciones. No les convenció la idea. Tenían que recuperar esa bola. Intentaron meter el palo de polo por la rendija de la alcantarilla, pero no alcanzaba, estaba demasiado profunda.

Los minutos pasaban con gran tensión. Una gaviota graznó en lo alto de un tejado ajena a su situación. Sin embargo, despertó la creatividad de una de las ardillas. Pescar, necesitaban pescar la bola. Y para ello hacía falta sedal y un anzuelo. La cuestión era conseguirlo.

Aprovecharon la hora tardía y un par de ardillas exploradoras salieron del parque. Cruzaron con mucho cuidado la carretera y se ocultaron tras un puesto de helados junto al paseo marítimo. Allí chistaron varias veces hasta que acudió un cangrejo de las rocas. Le contaron su necesidad y le preguntaron si podía ayudarlas.

El cangrejo se quedó pensativo un rato, pero después asintió con la cabeza. El cangrejo se acercó a las rocas donde vivía en la parte baja del paseo. Se colocó en la zona de los pescadores y cuando uno de ellos recogía un sedal vacío, cortó con sus pinzas la parte final. Recogió sedal y anzuelo y volvió donde las ardillas.

Ellas lo recibieron con gran alegría. El cangrejo les pidió a cambio alguna de las piedras del estanque del parque. Le gustaba hacer malabares con ellas porque eran más redondeadas y fáciles de manejar. Las ardillas aceptaron el trato y prometieron que al día siguiente le llevarían lo que había pedido.

De vuelta a la alcantarilla, metieron el anzuelo con el sedal por la rendija. Esta vez era lo suficientemente largo como para llegar a la bola. Un poco de habilidad, otro poco de maña y una pizca de suerte, la bola de aluminio se enganchó en el anzuelo y poco después pasaba entre las rendijas. Las ardillas gritaron de alegría al ver recuperada su preciada bola.

Retomaron el partido y cuando se resolvió, volvieron cansadas y satisfechas a sus agujeros de los árboles. Al día siguiente no se olvidaron de cumplir la promesa hecha al cangrejo, el cual se puso muy contento con sus piedras del estanque.


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Mauro sacó unas fotografías a Paloma aprovechando el fondo del horizonte con el mar. Estaban en el paseo junto a la playa y ella posaba junto a la barandilla. Después de un rato, Paloma se acercó para ver en la pantalla de la cámara las imágenes.

—Hala, ¿y esta soy yo? Si hasta parezco guapa. Tu cámara es mágica.

—No pareces guapa, lo eres. La cámara no es mágica, es más la habilidad para captar la emoción en instantáneas.

—Haces unas fotos increíbles, en es pecial de aves. Recuerdo cuando me las enseñas, son preciosas.

—Eso es saber dónde ir, un señuelo en ocasiones para que acudan y mucha, mucha paciencia. Tú me lo pones mucho más fácil. Además, es más gratificante.

Mauro esbozó una sonrisa de falsa inocencia.

—Pillo.

—En serio, aprecia la belleza que emanas. El brillo y la fuerza de tu mirada dicen mucho.

—¿Incluso con gafas?

—Incluso con gafas de lista.

—Listillo tú.

—Me cuesta entender que no te veas con el mismo aprecio que otras personas te ven.

—No todo el mundo me valora como tú.

—Entonces tendré que repetirte tus bondades hasta que te las creas por ti misma. Y no hagas caso a las pamplinas de otra gente.

—No son pamplinas, son comentarios hirientes y con intención.

Mauro se rascó la cabeza.

—Aléjate de esas personas, no te hacen bien.

—No siempre es posible.

—Ignóralos, demuestra que tu estima está por encima de sus palabras.

—No es fácil, más si hay una jerarquía de poder.

—Pues a tus jefes, que les den un curso de empatía.

—A esos seguro que ni con tu cámara ni tu habilidad conseguías sacarles un perfil bueno.

Ambos sonrieron con complicidad. De pronto se levantó una ráfaga de viento y la arena que salió de la playa los obligó a cerrar los ojos y a agachar la cabeza.

—Será mejor que nos refugiemos. ¿Te parece tomar algo en los bares aquellos?

—Bien, estupendo.


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El sol no se despierta solo por las mañanas. Cuando se acuesta en su cueva de la montaña lejana le da cuerda a un juguete para que suene pronto al día siguiente. El juguete era un perrito sentado sobre sus patas traseras y que en la delanteras tenía un par de platillos. Cuando se activaba, el perrito chocaba los platillos de forma repetida y sonaba.

Una noche al sol se le olvidó dar cuerda al juguete, con lo que al día siguiente no sonó. Y el sol, como tenía el sueño muy profundo, no se despertó. La luna y las estrellas, viendo que el sol no se levantaba se quedaron un rato más para evitar que el mundo se quedara totalmente a oscuras.

Ante el retraso del sol, un ratón de campo que andaba cerca de la montaña lejana se acercó a la cueva donde dormía tan plácido el astro luminoso, para ver qué sucedía. No pudo aproximarse mucho, porque salía un gran calor que lo achicharraba, pero unos tremendos ronquidos le hicieron saber cuál era la causa del retraso del sol.

¿Cómo podía despertarlo de su profundo sueño si no podía acercarse? Miró a su alrededor y se fijó en unas cañas huecas que crecían junto a una acumulación de agua. Con sus afilados dientes cortó una y le hizo unos agujeros en medidas concretas. Acababa de construir una flauta rudimentaria.

Hizo algunas pruebas que sonaron desafinadas, añadió unos adecuados retoques al instrumento y comprobó que estaba lista. Entonces empezó a interpretar una hermosa melodía que se coló dentro de la cueva. Al de un rato los ronquidos cesaron y apareció el sol con pasos vacilantes y cara adormilada.

—¿Qué pasa? —dijo mientras se frotaba los ojos.

—Seré breve, sol, te has dormido. La música era para despertarte.

El sol se puso rojo de vergüenza al enterarse de su falta. Se dio prisa en despejarse y en empezar a iluminar el día. En cuanto al ratón de la flauta, le pidió que lo visitara todas la mañanas por si se volvía a quedar dormido. Además le había gustado mucho la melodía y le agradaría volver a escucharla.


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A veces aceptamos cualquier escrito por la simple satisfacción de haber escrito algo. La exigencia no es que ahogue, se ha relajado demasiado. Todo vale, nos conformamos. Esa sensación de bienestar tiene un punto de falso techo. Está ahí, al tiempo que limita otros avances en la escritura.

¿Dónde queda esa inquietud de buscar una mejora en el texto? En cultivar un talento literario. Hay veces que por cansancio o por pereza se rebaja el nivel de esfuerzo. Ahora bien, no habría de ser la costumbre. Si no, se da el estancamiento y un beneplácito hueco.

Deja de aparecer ese júbilo repentino por crear algo inesperado y que suena increíble. Ese regocijo por la superación personal al escribir. El gusto de ver que con el tiempo hemos trabajado el arte literario y ha dado sus frutos.

Justa exigencia para avanzar, adaptada a las circunstancias de cada cual.

¿Alguna vez has sentido este conformismo por tus escritos? Un «vale», muy dejado y arrastrado, que suena a rutina y falta de entusiasmo.

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Samuel había dormido inquieto esa noche. No había pasado desapercibido para Julia, que había estado junto a él. Cuando ella abrió los ojos, él estaba mirando al techo, perdido en sus pensamientos.

—¿Otra noche movida?

—¿Eh? Oh, lo siento, no quería molestarte.

—Ha pasado un mes desde que te mudaste aquí y todavía rara es la noche que descansas en paz. Das vueltas, me rozas, largos suspiros… ¿Qué sucede? ¿Hay algo que te preocupe?

—Esta ciudad tan grande, me agobia, todavía no me hago.

—¿Solo eso?

Ella se giró en la cama para poder mirarlo. No se le escapó su gesto contrariado.

—Siento… Temo… que convivir nos desgaste y… que nos separemos. Yo ya completamente solo en esta ciudad no sé qué haría.

—Es cierto que pasamos más tiempo juntos, ahora bien, no tiene que ser todo el tiempo. Al principio te estoy ayudando a asentarse y a conocer el lugar, a hacer el cambio.

—Y lo agradezco…

—Pero llegará un momento en que tengas que salir por tu cuenta más allá del trabajo. No se puede mantener que yo sea tu única referencia. Tendrías que ampliar tu red de contactos.

Samuel se dio la vuelta para evitar mirarla.

—Aquí no conozco a nadie y la gente del trabajo no me inspira suficiente confianza. Esto no es el pueblo del que vengo donde todo el mundo sabe la vida del resto. Y paso de meterme en aplicaciones para conocer gente, a saber lo que hay ahí.

—Puede haber otras alternativas.

—¿Cómo cuáles? —Samuel se volvió con interés.

—Tienes un perfil en redes donde compartes fotos de naturaleza, ¿no? Pon un mensaje de que andas en esta ciudad y quieres conocer gente para ir a sacar fotos de paisajes, animalillos o lo que se os ocurra. Gente con la que compartir afición para empezar.

—No es mala.

—Es un paso para encontrar otras personas afines y de confiar con el tiempo en alguien más que en mí en estos momentos. Una forma de airearte y evitar asfixiar lo que nos une.

Samuel sonrió.

—Me encantan tus ideas. Me encantas tú misma entera.

Julia sonrió complacida.

—Si tanto te encanto, ¿por qué no preparas el desayuno para los dos?

Samuel puso un fugaz gesto de fastidio pero poco después trajinaba por la cocina.

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