Ante el dolor de Gaza
El sueño de una Palestina libre se borra. Gaza destruida hasta las cenizas. Cisjordania colonizada por el Estado sionista. Miles de niños borrados del mapa de lo que una vez fue su hogar. Que quede constancia de que toda esta barbarie abyecta ha acaecido frente a los ojos de todo occidente. A través de nuestras pantallas digitales hemos apreciado el horror bélico, desde el río hasta el mar. La Unión Europea es cómplice de este genocidio (asesinatos, desplazamientos forzosos, discriminación, condiciones de vida insostenibles...). Estados Unidos se acuesta todas las noches en la cama del sionismo. A tenor de esta tragedia humana, uno se pregunta cómo es posible que esto se permita. Que el aparato represivo siga su curso sin la intervención de la ciudadanía. Que el odio se extienda con virulencia entre la población israelí. Palestina traumatizada, vagabunda en un mundo sin hogar. Hamás, otro producto del clima de podredumbre.
Ahora, para colmo, el presidente de EEUU, Donald Trump, junto a sus secuaces tienen vía libre para ocupar Gaza y así comenzar con la verdadera “reconstrucción” de lo que una vez fue la franja. “Es buena idea entrar ahí”, asevera el trumpismo. Y, mientras tanto, el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, sentado en su trono carmesí, expectante, con un ademán de júbilo ante la oportunidad que se le abre para capitalizar el sufrimiento de Gaza. La élite político-económica nunca descansa. El Nakba se plantea como la “Solución final”, olvidándose de las memorias pretéritas de una catástrofe humanitaria. La desposesión como alternativa; los recuerdos de un holocausto ahora convertidos en perdición. La roca de Sísifo sube, impasible, solo para caer con brío, aplastando toda resistencia. Siempre bajo el yugo de una maquinaria que mercantiliza la angustia, los sollozos y la muerte como moneda de cambio.
Décadas y décadas de lucha anticolonial. El conflicto israelí-palestino nunca ha sido resuelto y, a la vista de su desarrollo histórico, tampoco parece que haya voluntad política de cambio. El 7 de octubre de 2023 no fue el estallido de una guerra entre los “terroristas” de Hamás y la única “democracia” de Medio Oriente, sino una gran oportunidad para consumar el proyecto político del sionismo. Está claro a estas alturas que el reciente “acuerdo de paz” entre Hamás e Israel es papel mojado, una burla nauseabunda a toda la causa palestina. ¿Dónde está la condena internacional a los criminales de guerra? ¿Y dónde quedan las concesiones a Palestina? Y más importante, ¿dónde está Palestina? No hay respuestas convincentes.
¿Cuántas gotas de sangre hacen falta para teñir las aguas en nombre del pueblo elegido? Los medios de comunicación propagan estimaciones, datos, fuentes con tal de determinar las pérdidas humanas. 50 mil, 60 mil o, ¿quizá más? Algunos cuerpos desaparecidos bajo los escombros a la espera de ser hallados. Uno se pregunta qué importancia tiene esa precisión morbosa a fin de contar que sí, efectivamente, Israel carga sobre sus hombros con una pila de cadáveres de dimensiones bíblicas. De acuerdo con Amnistía Internacional, existen indicios de que Israel viola sistemáticamente los derechos de la gente palestina. Que amedrenta contra sus cuerpos, que atenta contra su existencia en forma de opresión, odio, deshumanización y sometimiento. Campos de reeducación al más puro estilo nazi, donde los palestinos son tratados como desechos, como si carecieran de dignidad humana. No hace falta ser experto en derechos humanos o acudir a informes de Amnistía para percatarse de la envergadura de esta tragedia. Basta con scrollear en tu smartphone y ver cómo se diluye la vida en Gaza a través de una infinitud de imágenes frías, datos y noticias que quedan engullidas por el vacío de la big data.
Hace poco salió un documental en Filmin llamado “No other land” (2024), cuyos autores -un periodista israelí y un activista palestino- muestran con crudeza la lucha palestina en virtud de su emancipación política del yugo israelí. Nunca dejará de sorprenderme ese atisbo de esperanza que, de una forma u otra, permanece en los más hondo del género humano, aquellos pueblos que se encaran contra la represión y la injusticia social. Una obra que resulta necesaria, sobre todo en estos tiempos de incertidumbre y polarización política. Palestina constituye una historia más de desposesión colonial extrapolable a otros pueblos oprimidos del globo. Sudáfrica, Yemen, Afganistán, Sudán, Venezuela, la República Democrática del Congo, entre tantos otros... Su inestabilidad política responde a esas dinámicas inherentes al capitalismo: extractivismo, violencia y represión política.
Desconocemos el devenir de los gazatíes, cuyas vidas han sido desplazadas a países limítrofes, lejos de la tierra que les vio crecer. La política internacional ligada a esta tragedia tampoco invita a imaginar una solución a corto o medio plazo para la causa palestina -como, dicho sea de paso, la solución de los dos Estados o la de un Estado para ambos grupos étnicos-. Todo apunta a una connivencia flagrante, a una permisividad política de las acciones criminales del Estado de Israel. Porque él siempre ha sido el niño mimado de Occidente. Su cara será lavada con el jabón made in Eurovisión o en las Olimpiadas. Su terror estatal reinará con puño de hierro al servicio de intereses supranacionales. Y aquí seguiremos, frente a una pantalla, como espectadores ante el dolor de Gaza.