Colapso como vía de escape
Colapso. Es la primera palabra que asalta mi cabeza cuando percibo que, de forma inminente, el barco en el que zarpamos va de camino al hundimiento, al naufragio. Como una suerte de Titanic, pero sin tablas que valgan para los meros mortales, a excepción de aquellas personas con el capital suficiente para comprar su libertad. Resulta ridículo que esta sociedad “racional” elija la senda más irracional posible, cuya morfología está desprovista de toda razón. No entienden de límites en nuestra realidad material. No entienden de riqueza. No entienden de equilibrio. Nada tiene sentido.
Y es que los procesos mercantiles se aceleran como una bola de nieve rauda y veloz que se precipita hacia el vacío. Los mecanismos del mercado siguen operando como una rueda, hasta que el hámster desfallezca de una súbita muerte sistemática. No me malinterpreten, la culpa no es del mercado, per se, sino de aquellos -con nombres y apellidos- responsables de que todo se vaya a la mierda. Esta noción no constituye una fantasía intangible y abstracta propia de figuras pintorescas y, cuando menos, idealistas salidas de 4chan. No es una conspiración. Está ahí, delante de nuestras narices, de tal manera que vemos cómo nos acercamos silenciosa, mas incesantemente al colapso.
“¡Cómo se atraven!”, pronunciaba Greta Thunberg en 2019 cuando todavía era una marioneta útil, dócil y, sobre todo, complaciente con el poder político-económico. Cuando hablaba en un evento público, subía el pan. Cada palabra que esbozaba invitaba a pensar que el apocalipsis estaba cerca y que debíamos prepararnos para lo peor. Muchos medios la definían como una histérica, como una mujer moldeada por ciertos lobbies con asperger y que, además, sufría de ecofobia. Greta no sólo terminaría demostrando que no estaba equivocada, sino que empezaría a articular un discurso más maduro acerca de la superestructura que abarca todo. Empezó a hablar de colonialismo, capitalismo, extractivismo, patriarcado, entre otros conceptos “posmodernos” que resultan tanto obtusos como familiares para muchos, en la medida en que sostienen el statu quo. Todos comparten un hilo conductor: la legitimación de subyugar al prójimo por el mero hecho de ser, de existir, de ser diferente, de ocupar un lugar en el mundo al margen de la norma hegemónica.
Es lo que llamamos interseccionalidad: una estructura de opresiones donde una cosa lleva inevitablemente a la otra. Todas las estructuras de poder presentes en la mayor parte de las sociedades, parten de un mismo origen. De ese núcleo emana la naturaleza multidimensional de la violencia política contra las personas de a pie y las minorías. Ya sea la explotación laboral, las lógicas coloniales, la extracción de recursos, la violencia contra las mujeres o contra las personas LGBT. Todas estas manifestaciones de violencia responden a una misma lógica: sometimiento, jerarquía, injusticia, desigualdad, explotación. El poder -tradicionalmente masculino y patriarcal- ha configurado un sistema perverso, cuya retórica justifica la violencia, el mercantilismo, la explotación y la discriminación. Todo esto ocurre, más allá de la “insapiencia”, del porqué o de la irracionalidad, como un manera profundamente normalizada de estar en el mundo.
Cuando aludimos al colapso, no me refiero al fin del mundo, sino más bien al fin de la sociedad tal y como la conocemos. Ya vimos antes imperios caer, reyes perecer, revoluciones que produjeron cambios paradigmáticos cuyos efectos han perdurado en los libros de historia. Un día es la URSS, otro el imperio español. Este hipotético colapso podría ser esa ventana que necesitamos para salir de la cárcel en la que nos encontramos. Puede que la caída del realismo capitalista no sea tan utópica como pensábamos. Quizá es lo que necesitamos para no desangrar más a la madre tierra y a nosotros mismos. En los tiempos de crisis prevalece la supervivencia y, por tanto, más aflora la imaginación humana en aras de cubrirnos las espaldas. Es que, ¿acaso vamos a seguir permitiendo esta muerte colectiva?