El trabajo te hará feliz

Es un hecho que el trabajo embriaga nuestra vida como una suerte de remolino. Está presente en nuestras conversaciones, en nuestras preocupaciones y, en definitiva, es una actividad inexorable en el desarrollo y en el progreso de nuestra sociedad. La lógica neoliberal ha concebido que trabajar es un prerequisito para alcanzar la madurez, de tal manera que puedas gozar del virtuosismo de ser un adulto hecho y derecho. Además, este discurso propugna a capa y espada que el trabajo nos hará felices, dado que constituye un medio de plenitud del ser humano. Por el contrario, más de uno pensará que todo esto es una sarta de memeces fruto de la servidumbre del Zeitgeist -espíritu de nuestro tiempo-.

El antropólogo anarquista, David Graber, abordó esta problemática en su prolijo ensayo titulado “Trabajos de mierda”, cuya premisa está enfocada en por qué se crean trabajos que, per se, son inútiles y no tienen una justificación válida para su existencia. El autor pone el acento en la burocracia, la administración de cualquier empresa pública-privada o en la industria financiera, las cuales han promovido la mierdificación del trabajo con tal de mantener a la ciudadanía de a pie ocupada. Imagínense por un momento gozar de una labor provista de un buen sueldo, pero siendo conscientes de que si dejara de existir, nadie se daría cuenta e, incluso, el sistema funcionaría mejor. Este fenómeno que permea nuestro cuerpo social se vuelve más acuciante en estos tiempos de incertidumbre, cuyas salidas están encaminadas a ser repartidores de Glovo por un salario precario o bien, convertirse en un coach vende humos al más puro estilo de Llados. Ahí está la fina línea entre los trabajos basura -trabajos reales mal pagados como el caso del repartidor- y trabajos de mierda -trabajos carentes de sentido pero bien pagados-.

Esta lógica que nos impone trabajar de cualquier cosa, independientemente de su utilidad, está suscrita por ideologías políticas situadas en espectros divergentes. La creación de empleo ha sido el mantra de la prosperidad económica, del bienestar y, por tanto, una senda que la realpolitik ha perseguido en aras de procurar la “felicidad”. El trabajo asalariado constituye de facto una forma de esclavitud consentida, en la medida en que la firma de un contrato laboral supone la compra-venta del tiempo al servicio del lucro empresarial. Nadie trabaja por gusto pese a que existan trabajos más reconfortantes que otros. Si esta promesa de felicidad fuera cierta, la gente corriente querría trabajar más tiempo y más duro a fin de alcanzar ese ideal de júbilo. ¿Que sólo tengo una jornada de 8 horas diarias? No es suficiente, póngame 12 horas y así seré más feliz. Esta contradicción inusitada parece sacada de una viñeta cómica, mas es un discurso que se emite desde los albores del capitalismo.

Recientemente se ha reabierto un debate respecto a esta cuestión en el contexto español. La ministra de trabajo, Yolanda Díaz, ha auspiciado que se aprobase la reducción de la jornada laboral de 40 a 37,5 horas a la semana -una reducción que, sin duda, resulta insuficiente-. No han tardado en salir a la palestra del debate público empresarios, periodistas, personalidades de internet, opinólogos y, cómo no, economistas como Juan Ramón Rallo o Daniel Lacalle, advirtiendo que esta medida sería catastrófica para las previsiones macroeconómicas -los únicos datos en los que están interesados estos pseudointelectuales-. Sigo esperando, todavía no ha caído ningún meteoro que provoque ese derrumbe estrepitoso que algunos vaticinaban, al igual que cuando las malas lenguas aseguraban que la reducción de la jornada de 12 a 8 horas en 1919 traería un colapso del sistema. Y, sin embargo, aquí estamos. Inequívocamente, los únicos actores interesados en que se trabaje hasta desfallecer porque si no se te tilda de vago, nini o desecho social siempre ha sido la clase capitalista. Mientras que la élite trabaja lo justo y goza de mucho tiempo libre, al trabajador se le exige laburar durante casi toda su vida para al final recibir lo justo para sobrevivir -y a día de hoy ni eso-.

El otro día me lo contaba mi pareja -cuyo trabajo consiste en atender clientes en una tienda de H&M-, que muchas veces tenía que aparentar que estaba ocupada realizando múltiples tareas, pese a que fueran inútiles. Esto quiere decir que ella, al igual que muchas trabajadoras, dedican un esfuerzo diario a teatralizar su cometido. Todo para contentar a los designios despóticos de jefes y jefas, afanosos por las métricas, los balances, la productividad y la maximización de beneficios. El tiempo, al igual que la actividad en sí misma, han estado vinculados al trabajo asalariado, cuya esencia sigue vigente a día de hoy. “Trabajar te hará feliz” parece un eslogan perverso que recuerda a aquellas reminiscencias de un pasado totalitario teñido de desdicha y violencia política.

Aquellos amos clamaban al cielo que el trabajo nos haría libres, que las cadenas se romperían una vez hayásemos culminado nuestra gran obra como humanidad. El economista británico, John Maynard Keynes, auguraba que el capitalismo nos liberaría del trabajo y que la automatización de la producción sentaría las bases para que la muchedumbre pudiera gozar de más tiempo libre. Pues aquí siguen esperando billones de personas obligadas a trabajar en trabajos de mierda, en trabajos basura, en trabajos que nos roban el tiempo, la vida y nuestra memoria para recordar. Seguimos rezando a billonarios, políticos, inversionistas e intelectuales con la esperanza de propiciar la transformación social hacia un postcapitalismo, donde podamos vislumbrar esa tierra prometida junto a nuestros allegados. Donde no nos sintamos enajenados, miserables e inmersos en una depresión crónica por culpa de un trabajo. Donde la felicidad no se instrumentalice en pro de tornarse un fin de explotación de la esencia del ser humano.

No hay que dar tantos rodeos, porque la respuesta reside en todos los pueblos que, con su capacidad de resistencia, son capaces de autoorganizarse, apoyarse mutuamente y provocar ese cambio en favor de una liberación del yugo capitalista. Lo vimos en la DANA de Valencia con la movilización del pueblo español, lo presenciamos en Gaza con la ayuda internacional y también lo comprobamos con la acción directa de los kurdos en Siria. La cooperación social y el trabajo colectivo son armas capaces de romper el orden hegemónico.