Mi madre siempre me decía que no me preocupara
Palabras resuenan en mi cabeza cada vez que caigo en un profundo letargo. “No te preocupes”, decía mi madre ante cualquier inestabilidad, ante cualquier crisis que me asaltara en aquella penumbra de pensamientos rotos. Creía -ingenuamente- que todo pasaría, que esas preocupaciones fútiles desaparecerían con el pasar de las estaciones. Estaba completamente equivocado. A medida que avanzaba en el juego de la vida, la mochila se iba cargando con más piedras que, para bien o para mal, determinaban mi deriva como individuo. Supongo que así es la vida, es lo que hay, ¿verdad?
Especialistas de la psicología aseveran que la construcción de nuestra personalidad se forja durante nuestra niñez y adolescencia. Que lo que viene después respondería a ciertos ajustes, aprendizajes o experiencias que condicionan, a su vez, nuestra manera de entender el mundo. Y no sólo eso, también nos empapamos de sesgos por parte de nuestro entorno, bebemos de la sabia procedente del sistema de valores que nuestros más allegados esperan que lleguemos a cristalizar. Dicha premisa parecería apuntar a que no podemos escapar de la influencia de nuestro entorno. Que nunca llegaremos a erigir nuestra individualidad sin injerencias exógenas. Aunque tampoco es de extrañar dada la naturaleza social del ser humano.
Familia, amigos, gente que viene y va como una noria. Todas estas piezas comportan un impacto ad hoc en la conformación del individuo, en la medida en que determina nuestros traumas más lúgubres, nuestra máscara social, nuestras inseguridades y, en definitiva, nuestra identidad. Cuando uno habla de preocupaciones, de problemas que, aparentemente, no obedecen a nada tangible o, al menos, que se pueden vislumbrar en el horizonte, la respuesta siempre se encontrará en lo pretérito. Es a través de ese ejercicio introspectivo cuando se halla la llave en pos de identificar qué es lo que anda mal. No es una tarea sencilla descender al abismo en cuyo fondo anidan nuestros más oscuros miedos.
Mi familia siempre ha depositado esperanzas en mí, expectativas que, desde mi más tierna infancia, me han perseguido hasta a día de hoy. Esto ha supuesto -y, me imagino, que más de unx se habrá sentido así- un nivel de autoexigencia que, en múltiples ocasiones, ha derivado en una preocupación latente en torno a mis resultados, a mi porvenir o a la imagen que proyecto al resto de personas. Como si tuviera que adecuar mi rostro dependiendo del contexto social en el que me mueva. Se traduce en un parecer, mas no ser. Las trincheras del conflicto interno se despliegan como si se tratara de una maquinaria de guerra. Cada gesto, cada información que vierta, cada comportamiento debo mediarlo de tal manera que sea mi mejor arma en virtud de la cual, reproduzca lo que se ha esperado de mí. Esta espera se eterniza, puesto que jamás se cumple esa imagen autoimpuesta, esa promesa difuminada en la memoria.
Allá dondequiera que mire, atisbo expresiones de desasosiego, gentíos que vagan por las calles sin rumbo, desprovistos de aquella libertad idealizada de poder ser. Las ataduras sociales condicionan nuestra percepción, alimentan al sistema totalizador en el que nos ha tocado vivir. Las familias tal y como están constituidas son, al fin y al cabo, una extensión más imprescindible para la reproducción social del capitalismo. Llegué a creer que en el seno familiar residía mi refugio, mi salvavidas frente a cualquier inclemencia. No en vano, con el tiempo me percaté de que el origen de mi ansiedad existencial es fruto de esos mandatos sociales que permean nuestro círculo íntimo. Así, la homogenización de esa masa estéril desprendida de todo rasgo distinguible representa ese paradigma del cual no puedo huir. De ahí radica mi preocupación mamá, no quiero convertirme en un extraño para mí mismo, en el extranjero de Camus, en un reflejo de alguien cuyo rostro impostor me mira a los ojos sin vacilar. Fijamente, hasta que satisfaga sus anhelos más alienantes.