Niebla politik

Desde hace años todo parece una concatenación de memes efímeros aptos para satisfacer los más bajos instintos de los consumidores. Viñetas, mensajes, propaganda que, pese a su aparente naturaleza inofensiva, construyen un sentido coherente dentro del imaginario colectivo de internet. Mercancías cómicas que fabrican ideologías, valores, marcos conceptuales que, inequívocamente, influyen en el transcurso de la cultura política. La memecracia es una realidad inseparable de nuestra forma de consumo inmediato. Estos elementos semióticos, aunque útiles para los más mentecatos, reducen de un modo radical la complejidad social que deviene el mundo en el que vivimos.

Es cierto que el humor se puede utilizar como un arma política contra el poder hegemónico -de ahí surgen las famosas sátiras del siglo de oro español-. Sin embargo, esta tendencia totalizadora comporta una apropiación del ciberespacio en virtud de los intereses del statu quo. La circulación masiva de memes diluye el debate público, dando como resultado una cantina de risas y fiestas donde los temas que de verdad importan se banalizan al extremo. Todo este fenómeno exacerbado busca la espectacularización de la política, el denominado politeintment, es decir, que todo asunto político sea, a su vez, un elemento de entretenimiento y humor. A priori, esto no debería ser una desventura, ni mucho menos. El problema radica en qué actores empiezan a controlar la producción de memes en internet.

Si uno es audaz, se empezará a dar cuenta de que, tanto las grandes empresas como los partidos políticos, han empezado a adoptar la memecracia como una estrategia de comunicación efectiva para acercar un prisma ideológico a la muchedumbre que habita internet. En España, no hay más que dilucidar los memes generados por Vox -el partido de ultraderecha-, pero también el PSOE o Sumar. Y no solo la clase política o empresarial, sino que los propios líderes de opinión -o también llamados “influencers”– llevan tiempo promoviendo, compartiendo e, incluso, reaccionando a este tipo de contenido humorístico que lo impregna todo. Por ende, las grandes audiencias que manejan estos actores beben de memes cotidianamente y eso encierra una producción masiva de opinión. De hecho, la infantilización se la sociedad fruto de esta memecracia está correlacionada con la polarización política que estamos experimentado. Y más concretamente con el auge del fascismo en occidente -no hay más que observar fenómenos como Pepe the frog o Wojak, memes muy popularizados dentro de la fachoesfera-.

Está claro a estas alturas que los memes son un medio de propaganda infalible en estos tiempo de sobreestimulación informativa. Son caramelitos fáciles de consumir, de manera que se convierten en productos de usar y tirar. Asimismo, los mensajes son claros y precisos, -pese a estigmatizar, reducir o discriminar- pero generan un gran impacto en el usuario que lo visualiza. Para más inri, esta memecracia centralizada reproduce la violencia sistemática ejercida contra aquellos reductos sociales provistos de otras formas de pensamiento cuyo afán es velar por un mejor porvenir. Las big tech y los gobiernos conocen el virtuosismo de esta praxis comunicativa originada en los albores de internet. Estos tecnofeudos saben que, valiéndose de bots o, más recientemente, de la IA, pueden controlar la opinión pública a través de risotadas superfluas en forma de memes, memes y más memes. De esa manera se genera demasiado ruido como para oír voces disidentes que gritan desde la lejanía.

Ya decía yo que todo esto desprendía un hedor pútrido. Últimamente hemos sido testigos de cómo figuras como Donald Trump, Elon Musk o J.D. Vance -el vicepresidente de EEUU- protagonizaban escándalos o situaciones surrealistas que podrían encajar en un sketch de los Monty Python. Se dice que en política toda acción conlleva una reacción. ¿Acaso la “realpolitik” se está convirtiendo en un meme en sí mismo? ¿Los problemas estructurales que nos atraviesan a nivel multidimensional se han convertido en meros memes fugaces? Desviar la atención es un rasgo inherente a nuestro sistema mediático, en la medida en que oculta la magnitud de la desigualdad material que compromete el contrato social. Por muy gracioso que suene, siento que nos conducimos a una memecracia totalitaria, donde ya ninguna noticia es lo suficientemente acuciante como para tomársela en serio. Así volvimos a ese bucle infestado de memes en cuyo regazo reímos sin parar junto a nuestros contactos, hasta que no quedase nadie dispuesto a reírse más.

Bro, bro, bro. Les tengo que contar algo bro, no paro de escuchar ecos de broismo. Los escucho en la calle, en el gimnasio, en comentarios, allá dondequiera que esté hay siempre un bro sentando cátedra sobre cualquier asunto que se le atraviese. ¿Inversiones? Ahí estará el cryptobro con mentalidad de tiburón cuyo consejo sobre invertir en Libra -la criptomoneda promovida por Javier Milei- no salió como él esperaba. ¿Feminismo? Ahí estará el bro antifeminista que te dirá: hey hey, el feminismo ha ido demasiado lejos. ¿Dietética y entrenamiento? Ahí estará el gymbro que se desvive en el gimnasio 24 horas al día y cuenta con un doctorado en nutrición. El bro está dotado de una multiplicidad de rostros que se adecúan al contexto en el que se encuentre. No sé en qué momento, pero se han convertido en los todólogos por excelencia.

Estoy empezando a pensar que se está configurando una nueva tendencia ideológica llamada broismo -el cuñadismo de la generación Z y millenial-. No es que sea una doctrina asentada como el marxismo o el liberalismo, ni siquiera una ideología política definida. Sino que representa una ola de pensamiento masculino totalizador que está embriagando con su testosterona todo el cuerpo social. Y vaya si lo está haciendo, hay pelos hasta en la sopa. Algunas personas arguyen que estos patrones masculinos responden a una crisis de la masculinidad y probablemente sea así. Que la sociedad no les entiende, que se sienten desplazados hacia un espacio marginal, que la realpolitik está obrando en virtud de las minorías y en detrimento de ellos. Salvo algunas excepciones, el broismo parece carecer de perspectiva, si quiera de rumbo, están perdidos en un laberinto de pensamiento acrítico.

Estos bros dedican parte de su vida a hacer gala de la magnitud de sus cojones, de lo tan, tan grandes y peludos que son sus dos bolas, como si formasen parte del patrimonio de la humanidad declarado por la UNESCO. No es de extrañar, el broismo se erige como un centro de datos inconexo, sesgado y diezmado de todo raciocinio. Es pues, el subterfugio seguro del conformismo barato, de la reproducción sistemática de la violencia contra las mujeres y contra el resto de personas. Ellos no se percatan del daño que provocan sus opiniones infundadas, fruto de su odio ominoso e ignorancia manifiesta. Esbozan palabras cargadas de bilis que se instalan en el ciberespacio. Desde X hasta Youtube. Desde Tik Tok hasta Instagram. Ser un verdadero bro nunca había sido tan rentable en los tiempos que corren.

La lógica del broismo es consustancial al ascenso de la ultraderecha en todo occidente. Refleja la vuelta de aquellas prácticas añejas, cuando los cojones bien puestos y la mano dura eran la norma. No importa qué tan informado estés sobre un asunto, es indiferente para ellos, su discurso de odio propagado en la red seguirá ganando adeptos bros. Nada de eso importa. Siempre tendrán una excusa, una justificación insulsa para perpetuar sus creencias antidemocráticas, alimentadas por un sistema incompatible con la vida y la realidad. Zurdos de mierda, pijiprogres, feminazis, incels, redpill, gigachads, menas o charos son algunos ejemplos de la terminología que utilizan en su día a día. Y es que, la filosofía que subyace -si es que se le puede llamar así- es vacua, inmoral e insustancial, carece de los matices propios de la sapiencia humana.

No en balde, la rendición ante ellos no es una opción. No podemos permitir que los bros conquisten cada vez más espacio discursivo. Cuando hablan de guerra cultural no están de coña, van muy en serio pese a tener una pinta de Jordi Wild. Los líderes de opinión parece que prefieren surfear esta ola con total pasividad, incluso algunos sumándose como buenos bros a la nueva hegemonía. Anhelo un mundo en donde no tenga que oler ese aroma rancio a brother, en donde no estallen trifulcas encarnecidas cuyo ganador tiene la polla más descomunal. Me niego a escuchar gritos salvajes provenientes de los autoproclamados macho alfa, cuyos alaridos ensordecedores están llenos de carencias emocionales. En definitiva, estoy hasta las narices de que todo sepa a rabo de toro, de que cada vez que volteo vea machos peleándose en el safari, de que todo parezca una competición de a ver quién mea más lejos. El broismo es una moda, pero como ya saben todas las modas son pasajeras. Y esperemos que esta moda se quede enterrada bajo los escombros de la masculinidad frágil.

El sueño de una Palestina libre se borra. Gaza destruida hasta las cenizas. Cisjordania colonizada por el Estado sionista. Miles de niños borrados del mapa de lo que una vez fue su hogar. Que quede constancia de que toda esta barbarie abyecta ha acaecido frente a los ojos de todo occidente. A través de nuestras pantallas digitales hemos apreciado el horror bélico, desde el río hasta el mar. La Unión Europea es cómplice de este genocidio (asesinatos, desplazamientos forzosos, discriminación, condiciones de vida insostenibles...). Estados Unidos se acuesta todas las noches en la cama del sionismo. A tenor de esta tragedia humana, uno se pregunta cómo es posible que esto se permita. Que el aparato represivo siga su curso sin la intervención de la ciudadanía. Que el odio se extienda con virulencia entre la población israelí. Palestina traumatizada, vagabunda en un mundo sin hogar. Hamás, otro producto del clima de podredumbre.

Ahora, para colmo, el presidente de EEUU, Donald Trump, junto a sus secuaces tienen vía libre para ocupar Gaza y así comenzar con la verdadera “reconstrucción” de lo que una vez fue la franja. “Es buena idea entrar ahí”, asevera el trumpismo. Y, mientras tanto, el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, sentado en su trono carmesí, expectante, con un ademán de júbilo ante la oportunidad que se le abre para capitalizar el sufrimiento de Gaza. La élite político-económica nunca descansa. El Nakba se plantea como la “Solución final”, olvidándose de las memorias pretéritas de una catástrofe humanitaria. La desposesión como alternativa; los recuerdos de un holocausto ahora convertidos en perdición. La roca de Sísifo sube, impasible, solo para caer con brío, aplastando toda resistencia. Siempre bajo el yugo de una maquinaria que mercantiliza la angustia, los sollozos y la muerte como moneda de cambio.

Décadas y décadas de lucha anticolonial. El conflicto israelí-palestino nunca ha sido resuelto y, a la vista de su desarrollo histórico, tampoco parece que haya voluntad política de cambio. El 7 de octubre de 2023 no fue el estallido de una guerra entre los “terroristas” de Hamás y la única “democracia” de Medio Oriente, sino una gran oportunidad para consumar el proyecto político del sionismo. Está claro a estas alturas que el reciente “acuerdo de paz” entre Hamás e Israel es papel mojado, una burla nauseabunda a toda la causa palestina. ¿Dónde está la condena internacional a los criminales de guerra? ¿Y dónde quedan las concesiones a Palestina? Y más importante, ¿dónde está Palestina? No hay respuestas convincentes.

¿Cuántas gotas de sangre hacen falta para teñir las aguas en nombre del pueblo elegido? Los medios de comunicación propagan estimaciones, datos, fuentes con tal de determinar las pérdidas humanas. 50 mil, 60 mil o, ¿quizá más? Algunos cuerpos desaparecidos bajo los escombros a la espera de ser hallados. Uno se pregunta qué importancia tiene esa precisión morbosa a fin de contar que sí, efectivamente, Israel carga sobre sus hombros con una pila de cadáveres de dimensiones bíblicas. De acuerdo con Amnistía Internacional, existen indicios de que Israel viola sistemáticamente los derechos de la gente palestina. Que amedrenta contra sus cuerpos, que atenta contra su existencia en forma de opresión, odio, deshumanización y sometimiento. Campos de reeducación al más puro estilo nazi, donde los palestinos son tratados como desechos, como si carecieran de dignidad humana. No hace falta ser experto en derechos humanos o acudir a informes de Amnistía para percatarse de la envergadura de esta tragedia. Basta con scrollear en tu smartphone y ver cómo se diluye la vida en Gaza a través de una infinitud de imágenes frías, datos y noticias que quedan engullidas por el vacío de la big data.

Hace poco salió un documental en Filmin llamado “No other land” (2024), cuyos autores -un periodista israelí y un activista palestino- muestran con crudeza la lucha palestina en virtud de su emancipación política del yugo israelí. Nunca dejará de sorprenderme ese atisbo de esperanza que, de una forma u otra, permanece en los más hondo del género humano, aquellos pueblos que se encaran contra la represión y la injusticia social. Una obra que resulta necesaria, sobre todo en estos tiempos de incertidumbre y polarización política. Palestina constituye una historia más de desposesión colonial extrapolable a otros pueblos oprimidos del globo. Sudáfrica, Yemen, Afganistán, Sudán, Venezuela, la República Democrática del Congo, entre tantos otros... Su inestabilidad política responde a esas dinámicas inherentes al capitalismo: extractivismo, violencia y represión política.

Desconocemos el devenir de los gazatíes, cuyas vidas han sido desplazadas a países limítrofes, lejos de la tierra que les vio crecer. La política internacional ligada a esta tragedia tampoco invita a imaginar una solución a corto o medio plazo para la causa palestina -como, dicho sea de paso, la solución de los dos Estados o la de un Estado para ambos grupos étnicos-. Todo apunta a una connivencia flagrante, a una permisividad política de las acciones criminales del Estado de Israel. Porque él siempre ha sido el niño mimado de Occidente. Su cara será lavada con el jabón made in Eurovisión o en las Olimpiadas. Su terror estatal reinará con puño de hierro al servicio de intereses supranacionales. Y aquí seguiremos, frente a una pantalla, como espectadores ante el dolor de Gaza.

Últimamente siento algo difícil de explicar. Pasa el tiempo y... se me escapa como agua de mayo. Antaño podía palpar, saborear y disfrutar de ese elemento tan atesorado por esta sociedad hiperproductiva e insaciable. Ahora pareciese que mi vida -y la de tantas otras- es una concatenación de episodios inconexos, con lagunas que no sé cómo rellenar. Es como si no fuese soberano de mi tiempo, como si éste hubiera sido expropiado por alguien. Alguien cuyas intenciones desconozco.

Desde que emergió la pandemia del Covid-19, mucha gente a mi alrededor ha contemplado cómo sus vidas se desdibujan en una DANA de recuerdos perdidos. Caen gotas incesantes mas no mojan, secan las lágrimas de una sociedad traumada. Te levantas y te acuestas. Una y otra vez. Las estaciones ruedan como un carrusel de imágenes infinitas. El ciclo se repite y la rutina de muchas personas permanece como un cuerpo inerte esperando a que llegue la hora de la descomposición orgánica. Todo llega a su fin, el reloj se para y el mundo continúa girando. La cuestión es si encontramos ese tiempo insondable.

Resulta cada vez más común escuchar “no tengo tiempo”, “a ver si encuentro tiempo” o “no me queda tiempo”. Entonces, ¿cómo consigo más? ¿A dónde tengo que ir? ¿Acaso es un bien de mercado? Posiblemente lo sea. Cuando tenía 19 años leí Momo de Michael Ende, una novela cuya historia me ha influido sobremanera hasta hoy. Recuerdo aquellos lúgubres personajes llamados los “hombres de gris”, cuyo tiempo estaba consumido por el trabajo y el ánimo de lucro. Ocupaban un lugar en el mundo donde ya nada importaba, en tanto que el tiempo estaba sujeto a una estricta agenda productiva. Era en el tiempo libre donde se hallaba la rebeldía frente a una sociedad sumamente opresiva contra los individuos.

Esa premisa sigue apelando a una realidad sumida en una espiral inagotable de tiempo, trabajo y explotación. Mientras más optimices tu tiempo, mejor. Mientras más dinero ganes, mejor. Mientras más asciendas en la pirámide social, mejor. Networking, multitasking, mentalidad de tiburón, inversión en activos pasivos. ¿Les suena? El tiempo constituye el pilar fundamental de estas dinámicas instaladas en nuestra sociedad de la inmediatez. A veces uno no se percata de todo lo que hace para aparentar que está siendo “útil” desde el prisma social. ¿Qué problema hay dedicar tiempo a tus pasiones? ¿Es un pecado holgazanear? Siempre hay un Dios omnipresente que te juzga con severidad. Una moral que te persigue allá donde vayas. El tiempo es un dictado, no una libre elección.

Cuando aludo al tiempo perdido, no hablo meramente de lo pretérito, sino de aquellas acciones que han estado condicionadas por una multiplicidad de factores políticos, sociales y económicos. Al final, uno no es dueño de su tiempo, de manera que sólo una minoría privilegiada posee el suficiente para realizar esas actividades anheladas. Por eso, se nos escapa de las manos, al igual que una presa colapsando. El tiempo libre, nuestro tiempo, es un ideal. Algo que se vislumbra en el lejano horizonte pero nunca llegamos a alcanzar, ni siquiera a discernir. Pese a todo ello, pese a todo este conflicto intrínseco al clima de nuestro tiempo, seguimos preguntándonos dónde, dónde quedó el tiempo perdido.

¿Hablamos sobre Canarias? Aquellas islas afortunadas bañadas por el Océano Atlántico, cuyas playas, cuyos paisajes, cuya fauna y buen clima son objeto de explotación turística. El gobierno autonómico y las grandes cadenas hoteleras como Lopesan han hecho gala de ello durante décadas. Canarias, un producto más al servicio del extranjero europeo. Un pueblo desposeído cuyo único destino es servir copas en un garito en la Playa del Inglés. La ciudadanía canaria pensó que el Covid-19 serviría como precedente para redirigir nuestro modelo económico. Creímos ingenuamente que la crisis sanitaria supondría un haz de luz divina para la clase política. Nos equivocamos, otra vez.

Soy canario. Vivo en un barrio humilde en Las Palmas de Gran Canaria. Cada vez que vagabundeo por las calles... ¡Anda! Vivienda vacacional por ahí, vivienda vacacional por allá. Canarias cuenta con más de 50.000 viviendas vacacionales según los datos del Instituto Nacional de Estadística (INE). Este es un dato que no debería sorprender a nadie. La sobreexplotación de la vivienda como bien de mercado es un asunto que causa muchos perjuicios a la muchedumbre canaria -y española en general-. Una población incapaz de asumir el crecimiento exponencial de los precios de la vivienda. Una subida sujeta a la gentrificación y a la turistificación voraz que merma el bienestar del archipiélago.

La limitación territorial constituye una obviedad tal que uno se pregunta si el Gobierno de Canarias forma parte de otra realidad paralela. Para que se hagan una idea, la situación es tan grave en Canarias que en determinadas áreas urbanas o pueblos cortan el agua a los lugareños. Y esto ya no es un caso aislado, se está convirtiendo en la norma, ya que hay una emergencia hídrica. Recientemente colectivos ecologistas denunciaron en Fitur -la Feria Internacional del Turismo o, más bien, la feria del colapso socio-ambiental- el contexto de pobreza extrema que vive Canarias, producto de un modelo turístico que enriquece a unos pocos y empobrece a muchos. Para que después Clavijo -el actual presidente de Canarias- soltara en un podcast que este despropósito es responsabilidad colectiva. Culpa de todos. Menuda manera tan paupérrima de echar balones fuera.

Mientras tanto, ecos del pasado culpan de esta situación a los inmigrantes. Como si éstos fueran una amenaza para la seguridad. Como si contaran con el poder político-económico de impactar en la vida cotidiana de la gente. Este discurso xenófobo contamina el debate público sobre los temas sociales que impiden el desarrollo óptimo y diverso de la economía canaria. Este reducto humano demuestra, una vez más, su aporofobia ignominiosa. Está claro -a tenor de la historia colonial- que el sur global no representa el victimario de este relato. No en vano, parece que siempre hay cabida para el desprecio en los tiempos que corren. Un odio que se debe combatir de modo tajante si deseamos una sociedad más afable y humana.

Bien ¿y ahora qué? Continuamos con esta idiosincrasia servil a expensas de inversores extranjeros. Seguimos con esta lógica extractivista y colonial en las islas. Permanecemos callados sin rechistar mientras el trabajo precario se vuelve la única opción factible para el canario de a pie. Más turistas, más turistas, más turistas. Más dinero, más dinero, más dinero. Pero, ¿a quién va? El irracionalismo del crecimiento infinito en un contexto de emergencia climática. ¿Es esto lo único a lo que podemos aspirar? Me niego a hincar la rodilla ante los amos del cortijo. Al final, la movilización social se convierte en la única manera de presionar a aquellos actores políticos que desatienden las necesidades del pueblo. Que corra la voz. Compartan. Que circule esta realidad que asola a las islas desafortunadas.

Cuando uno habla sobre política abusamos de lo cliché. Izquierda y derecha. Malos y buenos. Esperanza y perdición. Solemos acudir a dualidades como si el escenario político fuera una suerte de luces y sombras dentro de una pluralidad política mucho más obtusa y enrevesada. Esta lógica reduccionista es una de las causas que desencadenan la polarización política en España y en cualquier otro país. Y es que, me niego a concebir la sociedad como un espacio fragmentado en dos partes homogéneas, cuya antagonización resulta irreconciliable hasta el fin de los tiempos.

Es evidente que toda la humanidad cuenta con patrones comunes. Por ejemplo, queremos vivir cómodamente, sentirnos arraigados a una comunidad determinada, ergo socializar, así como desarrollar nuestra individualidad con plena libertad. Grosso modo, la sociedad comparte numerosos anhelos que deseamos que se cumplan. No obstante, parece que existe una neblina que nos impide avanzar como colectividad hacia un porvenir provechoso para cualquier persona independientemente de su sexo, religión, identidad u origen. Entonces, ¿cómo hemos llegado hasta esta situación? ¿por qué parece que estas dos partes se odian tanto?

Esta tendencia no forma parte, per se, de la naturaleza autodestructiva del ser humano como postulaba Hobbes, en la medida en que se apaciguaba a través del contrato social. No, nada de eso. Este conflicto eterno es inducido por la clase dominante a fin de perpetuarse en el poder y, por tanto, evitar una alternativa posible al sistema capitalista -o tecnofeudalista-. Los medios de comunicación, la clase política y la clase capitalista constituyen las cabezas del mismo perro. El Estado es quien pone en marcha todos los mecanismos posibles para generar dudas, confusión, culpas, odio y desinformación. Es pues la figura del Estado la que adopta una relación de mutuo acuerdo con los poderes fácticos. Sin esta dinámica de connivencia no existiría este cuerpo social disciplinado, sometido, alienado y dividido hasta la posteridad.

Cuando se critica a este sistema extractivista, explotador y degradante, nos olvidamos de señalar a la entidad que promueve que esto ocurra. Las revoluciones industriales fueron financiadas por los estados, sin ellos no habrían surgido las dinámicas de explotación contra la clase obrera. Al final, los clivajes sociales responden a una estrategia de la élite político-económica con el fin de romper los lazos que nos unen. Este enfrentamiento social nos ata a un odio colectivo que imposibilita la transformación hacia una sociedad postcapitalista. Sólo a través de la autoorganización, el apoyo mutuo y la cooperación saldremos adelante como sociedad.

Mi elucubración obedece a un intento de recobrar un atisbo de esperanza para así encontrar una salida a las trincheras políticas. Sé que lo que digo puede percibirse como idealista o utópico, pero de verdad lo creo. Espero no experimentar antes el fin del mundo -debido a esta dicotomización beligerante- al fin del dichoso capitalismo. Mi iniciación en el fediverso me anima a imaginar que un mundo mejor es posible. Que un debate público dentro de un espacio democrático es posible. Que compartir intereses y experiencias con una comunidad también es posible. Que, en definitiva, hay más personas como yo con afán de cambiar las cosas.