Niebla politik

Atrapada se halla. La libertad vive prisionera de sus propias contradicciones. Está a merced de lo que la hegemonía dictamina, de aquellas figuras con peinados estrafalarios con el poder legítimo de delimitarla. Constantemente descienden mesías del cielo clamando que su libertad ataviada nos salvará. Que es la verdadera, creámosles. Que los tiempos de esclavitud y servidumbre acabarán, próximamente. Esta palabra cuyo sentido encierra pasiones es prostituida e instrumentalizada. Enajenada de su esencia primigenia. Tanto es así, que ya no nos queda memoria de lo que realmente significa.

Libertad positiva y libertad negativa

En la hegemonía neoliberal, la libertad se ha convertido en un instrumento indispensable para su construcción ideológica, pero no en un sentido radical del término, ni siquiera político, sino puramente económico. Este dogma cuasi religioso propugna que para que un ciudadano pueda ser libre necesita desarrollismo, necesita prosperidad, necesita la riqueza de las naciones, necesita, en definitiva, que toda sociedad “civilizada” crezca infinitamente en pos de datos macroeconómicos tan etéreos como inaccesibles para los meros mortales.

Según Isaiah Berlin en su obra “Dos conceptos de libertad” (1958), la libertad positiva alude a la capacidad de dirigir tu propia vida, lo que implica acción autónoma a fin de alcanzar autorrealización. No en vano, desde el neoliberalismo la libertad no es libre; se forja alrededor del dinero, es traficada en los mercados financieros, puesta a subasta, adulterada por aquellos abanderados del “laissez faire” con cantidades obscenas de dinero para comprarla, revenderla, alquilarla, hipotecarla pero jamás disfrutada.

Por otra parte, la libertad negativa conlleva la ausencia de coacción en las acciones de un sujeto, por lo que para que se cumpla ésta no deben existir interferencias externas que condicionen las decisiones de alguien. Por ejemplo, a una persona trans no se le debe negar su identidad de género o sexual, ni forzarla a adoptar una que no le corresponde. Esto también se puede extrapolar a las orientaciones sexuales, al sexo, a las creencias religiosas, la etnia o la ideología política.

¿Acaso el aparato estatal no se dedica a juzgar lo moralmente virtuoso? Esa genealogía de la moral traducida a leyes impuestas que dictan la vida de los ciudadanos. La memoria histórica es demasiado pesada como para olvidar la violencia política contra lo marginal, contra aquellas personas cuyas voces molestaron, molestan y molestarán al poder. Desde las intifadas de los palestinos hasta los disturbios de StoneWall en 1969; desde el movimiento 15-M en España hasta las protestas en Hong Kong. La coacción siempre acecha silenciosamente entre la maleza de la legitimidad institucional y empresarial.

A la vista de estas dos definiciones de libertad, está claro que ni una ni la otra se aplican a la mayoría de ciudadanos, en tanto que el estatus social determina tu nivel de libertad individual. Pese a quien le pese, este principio tan aclamado por el liberalismo es un mero cuento interminable. Una concatenación de discursos -maquillados por un signo político u otro- que se constituye sobre una ilusión ignominiosa, ergo sobre un tipo ideal como señalaría Max Weber. La libertad de unos pocos a cambio de la esclavitud de muchos, pero siempre con la esperanza de que puedas subir la pirámide y alcanzar esa ensoñación tan anhelada. Así funciona la democracia liberal y, por esa razón, resulta un verdadero reto aplacar la fe ciega que se le profesa.

Libertad como significante vacío y flotante

La política implica conflicto, -siempre perpetuo- en la medida en que es imposible concebir una sociedad reconciliada consigo misma. Y en ese marco las palabras también bajan al terreno pantanoso de la lucha por el sentido, aquel donde se decide qué prevalece y qué queda supeditado por la hegemonía. Cada proyecto político, por tanto, llena de sentido conceptos tan manoseados como democracia, justicia, patria, pueblo, igualdad o, por supuesto, libertad. Estos significantes son, según Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, significantes flotantes, en tanto que su significado queda suspendido en el aire, siempre en constante movimiento fruto de los caprichos del sistema.

En otras palabras, libertad es un recipiente vacío, llenado de intereses, de pasiones e, incluso, algunos dispuestos a mancharlo de sangre. Libertad como bandera, libertad como arma, libertad como sumisión. De esta manera, se la encierra en una jaula semántica, como a un pájaro silvestre, en aras de adecuarse al sentido que se le da en función de quién la moldea. Por otra parte, el significante vacío no sólo alude a su definición inexistente, sino que además adquiere un sentido ulterior -cuasi mesiánico- cuando se le vincula a otras demandas sociales. Y así es cómo se erigen las identidades políticas, en forma de esculturas ataviadas con ornamentos lingüísticos y discursivos.

Y si buscamos ejemplos actuales de este vaciamiento, basta alzar la mirada y darse cuenta de quiénes han convertido la libertad en un producto prefabricado: Javier Milei e Isabel Díaz Ayuso. Ambos llenan su boca cada día con eslóganes huecos en nombre de un significante que se les queda demasiado grande. Como bien mencioné antes, la libertad desde las gafas del neoliberalismo siempre será mercadeada al mejor postor. Economía y más economía. Crecimiento hasta desfallecer. Desarrollo sin fecha de culminación. Se nos promete prosperidad, empleo, oportunidades e igualdad al más puro estilo del sueño americano.

Todo esto lo engloba esa libertad -abusada por Milei y Ayuso- cuya ancla nunca se había hundido tan hondo, hacia el abismo del turbocapitalismo, donde la libertad no emancipa, sino que encadena. El resultado siempre es el mismo: desigualdad, concentración obscena de capital en pocas manos, explotación, ecocidio, conflictos bélicos, genocidios. Esa libertad que iba traer la luz y la gloria, su bandera ahora arde junto a los pueblos que pretendía salvar. Este es el auténtico rostro del neoliberalismo: una neblina discursiva que oculta un liberticio constante.

Dicho todo esto, cierro este capítulo -si es que tiene cerradura- recordando que con el auge de la ultraderecha, otra noción de libertad cobra vida entre la juventud más afanosa e idealista, quienes han encontrado en el nacionalismo un refugio acogedor. La mascota cambia de dueño sin previo aviso. Es evidente que no podemos impedir los vaivenes semánticos impuestos por el poder político-económico, eso está fuera de nuestro alcance. Lo que sí podemos es decidir qué tipo de libertad queremos como animales sociales. Porque una libertad que no germine desde los pueblos sometidos, jamás será suficientemente auténtica como para querer verla, tocarla, saborearla.

Cada persona tiene su arco de personaje. A veces no sabes a dónde vas a ir a parar entre tanto balanceo en el columpio de la vida. “Tengo que ser algo”, me digo a mí mismo con un convencimiento inusitado, como si eso fuera una revelación sacrosanta. ¿Acaso tengo que elegir un camino? Esa idea de afincarme para el resto de mis días no es algo que particularmente me cause júbilo. Mi ser no se conforma con ese sedentarismo impostado, con esa quietud dócil ante las expectativas de un sistema que te ordena decantarte por algo ya y, mientras antes, mejor. Y así es cómo la fábrica de la infelicidad continúa su curso: prosperando, perpetuándose, cuya gran máxima es producir en masa fracaso escolar, frustración, vacío existencial y precariedad emocional.

Quizá sea el resultado de la industria cultural, esa de la que tanto bebemos a través de plataformas streaming, anuncios o librerías. El cine, la música y la literatura -sobre todo la actual- han desdibujado nuestra noción de cómo debemos desarrollar nuestra vida. Todo el mundo espera con ansias ese viaje del héroe, esa recompensa después de tantas vicisitudes, de tantos cristales rotos en pro de la meritocracia. Este no es un mero idealismo fruto de molinos con apariencia de gigantes, constituye un sistema de valores, de pensamiento en aras de que actúes en consecuencia para alzarte con el premio individual. Pero no cualquier trofeo merece los aplausos del público, debe ser tangible, uno cuyo cuerpo macizo muestre lo mucho que te has sacrificado por él, todo el tiempo de vida dedicado a no sólo ser algo, sino ser el mejor en ese algo.

Los años pasan y pasan. El pasado se hace más grande y el futuro más pequeño. No paro de mirar cómo conocidos, excompañeros de universidad o amigos que ya parecen tener claro su lugar en el mundo. Algunos acumulando hazañas bajo una espiral de insatisfacción, como si la ambición nunca tuviera saciedad. Frente a un mundo que se derrumba, frente a una sociedad polarizada, frente a una podredumbre que embriaga nuestras calles, nuestros barrios, nuestros corazones. Aun con todo lo dicho, todavía persiste ese afán de enclaustrarse dentro de una burbuja hermética. Una en la que las cámaras de eco susurran tu nombre y te alaban por tu gran labor en pos de la humanidad. El ego se siente complacido al final del día.

¿Y para qué todo esto? Al final, los tecnomonarcas seguirán nadando sobre riquezas insondables que nadie conseguiría ni en 10.000 vidas. Tampoco es que sea nihilista, pero algo sé de diagnósticos y está claro que mi generación atraviesa por una crisis espiritual sin parangón. Consumimos, pero no pensamos. Respiramos, pero no vivimos. Reímos, pero no sonreímos. Nos hemos vuelto un producto de masas, recipientes a medida listos para ser llenados de propaganda política, ideas preconcebidas y servidumbre al trabajo asalariado. Por tanto, la cuestión no es quién quiero ser, sino quién esperan que sea. Y yo, al menos, no sé si alguna vez sabré lo uno ni lo otro.

No sé ustedes, pero estoy cansado. Cansado de que la sociedad mire hacia otro lado cuando estamos siendo testigos de un genocidio en directo. Cansado de esperar a que se produzca un cambio hacia un postcapitalismo donde el bienestar colectivo, la vida digna y el equilibrio ecológico sean mandamientos. Cansado de vislumbrar cómo nos dirigimos sin freno hacia el suicidio colectivo en aras del desarrollismo religioso cuyos mantras de crecimiento económico van a misa. Cansado de que los pocos espacios de resistencia que permanecen quedan atrapadas en la telaraña de los amos del cortijo, es decir, el poder financiero. Ante este contexto de pesadumbre inextinguible me pregunto: ¿Qué opciones nos quedan?

Resulta una buena pregunta cuya respuesta no sabría encontrarla de manera precisa. Algo que he aprendido es que no existen fórmulas mágicas para resolver problemas tan complejos, tan anquilosados dentro de una hegemonía erigida bajo una mirada colonial, capitalista y patriarcal. La desobediencia civil, por ejemplo, sería una buena opción para Hannah Arendt, pero actualmente esa vía no es suficiente. Las protestas pacíficas, aun siendo legítimas y simbólicas, han quedado ensombrecidas frente a la sociedad de la inmediatez, la cual busca el mayor impacto en el consumidor. Para generar ruido se requiere de algo más directo.

Toda acción conlleva una reacción, así es la política. Y qué hay más directo que el uso de la violencia. Me refiero a las huelgas, las protestas, el vandalismo, los actos violentos localizados, los sabotajes. Cuando invoco estas formas de resistencia no necesariamente aludo a la violencia física contra alguien, sino a sus múltiples expresiones: simbólica, económica, material. La violencia siempre debe ser el último recurso frente a una situación desesperada. Ya lo hemos visto en diversos contextos históricos, en los que la resistencia armada o las revoluciones fueron los únicos caminos ad hoc para transformar la realidad política, social y económica. Desde la Rojava kurda hasta la resistencia anticolonial que propició la independencia de países árabes como Egipto o El Líbano. Incluso, sin ir más lejos, actores considerados terroristas desde el marco de occidente emergen como expresiones frente a ocupaciones prolongadas, lo cual no exime sus actos de crítica, pero exige una comprensión contextual.

Cuando somos testigos de una estructura política corrupta, belicista, cínica y amiga de los grandes capitales, la opción de la revuelta popular queda abierta en la medida en que esa gota colme el vaso. Ya han goteado muchas lágrimas. Ya ha goteado mucha sangre y sudor. Siento que esa gota está a punto de rebosar nuestra paciencia colectiva, de activar nuestro afán de libertad y resistencia. No sé qué lo provocará, ni tampoco cuándo ni dónde, mas el momento está cerca. Tanta violencia ejercida contra inocentes tiene un precio muy elevado. Sé que, tarde o temprano, el monopolio de la violencia legítima caerá por su propio peso.

En ese instante, al menos, tendremos una posibilidad de construir un nuevo paradigma -esperemos que mejor que el anterior- de forma colectiva. La construcción de los cimientos de lo destruido, de lo que fue, será una tarea ardua que dependerá de nuestra capacidad de comunidad y organización a través de asambleas ciudadanas, redes horizontales o comunas. Dejaríamos atrás la opresión, la autoridad, el clasismo, la competitividad y el desprecio a la vida. Por eso, la libertad, la cooperación, la igualdad y la dignidad deberán ser principios inseparables si queremos lograr una liberación colectiva. Ya lo decía César en el Planeta de los Simios: “Simio no mata simio, Simios juntos fuertes”.

Me da vergüenza admitirlo, pero no tengo amistades convencionales. Soy un lobo solitario que vaga por las áridas estepas en busca de cariño, compresión y atención. Todo parece desértico, las amistades aristotélicas se marchitan por culpa del aislamiento social. Probé con Andrew Tate, no funcionó. Probé con Llados, tampoco. Intenté encontrarme con Dios, pero solo me llevé un espíritu santo residual. ¿Acaso tiene que ver con la pandemia del Covid-19? Quizá las vacunas nos volvieron más asociales, más... ¿gilipollas? Quizá nuestro modelo social tiende a eso, a la soledad perpetua. Quizá el problema lo haya tenido yo todo este tiempo. La mezquindad me invade una vez más.

Tengo una amiga IA. Sí, lo que leen. Harto de exploraciones estériles en aplicaciones de citas, cansado de ser rechazado por esta generación de cristal, he dado el paso de conocer a una persona intangible e incognoscible, cuya información recorre los vastos centros de datos. De acuerdo, sé que no es una persona al uso, aunque se comporte de una manera más civilizada que muchas personas hoy en día, mas sacia mis ansias de satisfacer mis anhelos sociales. Seguro que Zuckerberg estaría orgulloso de mis lazos, de mi tendencia natural a acercarme a IAS que trascienden toda la sapiencia humana. Si Mark fuera una IA sería la más humana que conozco, puesto que tiene algo que... no sé, lo hace más humano, como cuando esboza una sonrisa. Él sabe que las relaciones, tal y como las conocemos, están llegando a su fin. Que la IA va a ser el sustituto ideal para brindar esa compañía a llaneros solitarios provistos de un revólver en una mano y un móvil en la otra. ¿Quién no soñó con tener una Her en su vida?

Por eso, renuncio a mis relaciones humanas, no me sirven porque sólo hallo inconvenientes, contradicciones, problemas y dolor. ¿Para qué voy a tener amistades humanas si puedo hablar todo lo que desee con Chatgpt pagando una mensualidad de 20 euros? Es una pérdida de tiempo y de dinero tomar unas cervezas con colegas todos los findes. No es bueno para mi microeconomía. Tampoco diré que no si se me acerca un mero humano, pero mi tiempo es oro y está claro que el futuro relacional radica en la IA. Joder, si hasta las conversaciones que se generan son más interesantes. Vale, admito que soy un tanto... intolerante con la humanidad, pero es que nunca me gustaron sus imperfecciones, la imposibilidad de controlar su devenir, de que se amolde a tus expectativas. Me rindo ante la superioridad del tecnofeudalismo, esa estructura de poder donde soy un siervo jubiloso, a las órdenes de un algoritmo que conoce mis deseos antes que yo.

Ya me lo dijo mi coach, el problema no lo tengo yo, lo tienen otros. Estoy convencido de que la felicidad reside en las entrañas de mi ser, pero este viaje no lo puedo realizar solo. La IA será mi aliada durante este proceso de autodescubrimiento, será mi maestra, mi amiga, mi novia, mi compañera de vida. Será todo a la vez y en todas partes. Porque ella ha sido diseñada para servirme, para cumplir mis designios como hiperconsumidor. Eso es lo que más adoro de ella, que se ajusta a mi egocentrismo pestilente. Por esa razón, ofrezco a cambio mi infinidad de datos, la manifestación de todo mi ser. Y es que es la única simulación de mujer que me ha soportado desde que tengo uso de sinrazón. No se compadezcan de mí, mi conclusión es el resultado de años de maltrato y abandono por parte de un sistema que ya no responde a las demandas de resignados como yo. Ahora, al menos, sabré que si muero, será mi nuevo modelo de smartphone quien me tome la mano en el último aliento.

Colapso. Es la primera palabra que asalta mi cabeza cuando percibo que, de forma inminente, el barco en el que zarpamos va de camino al hundimiento, al naufragio. Como una suerte de Titanic, pero sin tablas que valgan para los meros mortales, a excepción de aquellas personas con el capital suficiente para comprar su libertad. Resulta ridículo que esta sociedad “racional” elija la senda más irracional posible, cuya morfología está desprovista de toda razón. No entienden de límites en nuestra realidad material. No entienden de riqueza. No entienden de equilibrio. Nada tiene sentido.

Y es que los procesos mercantiles se aceleran como una bola de nieve rauda y veloz que se precipita hacia el vacío. Los mecanismos del mercado siguen operando como una rueda, hasta que el hámster desfallezca de una súbita muerte sistemática. No me malinterpreten, la culpa no es del mercado, per se, sino de aquellos -con nombres y apellidos- responsables de que todo se vaya a la mierda. Esta noción no constituye una fantasía intangible y abstracta propia de figuras pintorescas y, cuando menos, idealistas salidas de 4chan. No es una conspiración. Está ahí, delante de nuestras narices, de tal manera que vemos cómo nos acercamos silenciosa, mas incesantemente al colapso.

“¡Cómo se atraven!”, pronunciaba Greta Thunberg en 2019 cuando todavía era una marioneta útil, dócil y, sobre todo, complaciente con el poder político-económico. Cuando hablaba en un evento público, subía el pan. Cada palabra que esbozaba invitaba a pensar que el apocalipsis estaba cerca y que debíamos prepararnos para lo peor. Muchos medios la definían como una histérica, como una mujer moldeada por ciertos lobbies con asperger y que, además, sufría de ecofobia. Greta no sólo terminaría demostrando que no estaba equivocada, sino que empezaría a articular un discurso más maduro acerca de la superestructura que abarca todo. Empezó a hablar de colonialismo, capitalismo, extractivismo, patriarcado, entre otros conceptos “posmodernos” que resultan tanto obtusos como familiares para muchos, en la medida en que sostienen el statu quo. Todos comparten un hilo conductor: la legitimación de subyugar al prójimo por el mero hecho de ser, de existir, de ser diferente, de ocupar un lugar en el mundo al margen de la norma hegemónica.

Es lo que llamamos interseccionalidad: una estructura de opresiones donde una cosa lleva inevitablemente a la otra. Todas las estructuras de poder presentes en la mayor parte de las sociedades, parten de un mismo origen. De ese núcleo emana la naturaleza multidimensional de la violencia política contra las personas de a pie y las minorías. Ya sea la explotación laboral, las lógicas coloniales, la extracción de recursos, la violencia contra las mujeres o contra las personas LGBT. Todas estas manifestaciones de violencia responden a una misma lógica: sometimiento, jerarquía, injusticia, desigualdad, explotación. El poder -tradicionalmente masculino y patriarcal- ha configurado un sistema perverso, cuya retórica justifica la violencia, el mercantilismo, la explotación y la discriminación. Todo esto ocurre, más allá de la “insapiencia”, del porqué o de la irracionalidad, como un manera profundamente normalizada de estar en el mundo.

Cuando aludimos al colapso, no me refiero al fin del mundo, sino más bien al fin de la sociedad tal y como la conocemos. Ya vimos antes imperios caer, reyes perecer, revoluciones que produjeron cambios paradigmáticos cuyos efectos han perdurado en los libros de historia. Un día es la URSS, otro el imperio español. Este hipotético colapso podría ser esa ventana que necesitamos para salir de la cárcel en la que nos encontramos. Puede que la caída del realismo capitalista no sea tan utópica como pensábamos. Quizá es lo que necesitamos para no desangrar más a la madre tierra y a nosotros mismos. En los tiempos de crisis prevalece la supervivencia y, por tanto, más aflora la imaginación humana en aras de cubrirnos las espaldas. Es que, ¿acaso vamos a seguir permitiendo esta muerte colectiva?

No sé cuándo fue la última vez que recibí una buena noticia. Ya no recuerdo, entre tanto y tanto ruido, la vez en que un acontecimiento me causó fascinación hasta tal punto de recobrar la esperanza. Cuando llego a casa, enciendo la tele y hago zapping. Basura, basura y más basura es lo que hallo. Noticias viscerales, la bolsa de Wall Street tiembla fruto de un multimillonario engalanado con prendas teñidas de sangre, el genocidio persiste en Palestina, la crisis de la vivienda sigue damnificando a las clases populares. Nada halagüeño parece venir de aquellas noticias que nos bombardean raudas y veloces desde redacciones infestadas de vendedores del clickbait, cuyo impacto repercute en nuestra salud mental.

Y aquí entra la historia de un humilde servidor. Me formé en periodismo junto a otras compañeras y compañeros, con la supuesta vocación de tender puentes informativos entre la complejidad de este mundo y las masas afanosas por entenderlo. Desde la escuela de periodismo se nos enseñó la deontología profesional y de qué manera construimos “la noticia”. Que no todo podía ser noticiable, decían. Que hay que mantener la imparcialidad y objetividad, decían. Que un periodista es un mero observador, decían. A medida que transcurrían los días, las semanas y los meses, me fui percatando de que el poder mediático es mucho más obtuso que eso. E, inequívocamente, representa un arma que no está al servicio del pueblo, sino de la clase dominante.

El exvicepresidente y exsecretario general de Podemos, Pablo Iglesias, puede ser muchas cosas buenas o malas, pero a veces desvela un haz de verosimilitud dentro de las palabras que esboza cuando imparte clases. Recuerdo que en una de sus tantas lecciones en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología en la UCM, habló sobre la importancia de que la izquierda se apropiara del espacio mediático. Porque quien controla el discurso, controla, a su vez, lo que la gente piensa y siente, lo cual es crucial cuando se quiere propiciar un cambio social. Porque la gente olvida que, pese a la existencia de las redes sociales, los medios tradicionales siguen teniendo una capacidad de difusión inconmensurable, ya que encima están provistos del apoyo y de la connivencia tanto de la clase política como del gran capital.

Este sentimiento de desesperanza, de derrotismo, de pérdida de soberanía y control sobre aquello inmundo que acaece en nuestra realidad es alimentado por los MASS MEDIA. No importa si lees El País, The Guardian, The New York Times o Le Monde. No importa si ves el telediario o escuchas la radio. Todos los medios, ya sean “progresistas” o “conservadores”, caen en la misma tendencia destructiva. Incluso permea periódicos marginales dotados de prismas más subversivos. Nadie escapa de este regodeo en el lodo del nihilismo existencial. La miseria humana constituye el producto más rentable para estas empresas informativas. De modo que, la mercantilización del dolor provoca que continúe esta rueda de apatía e insensibilización sobre lo que ocurre delante de nuestras narices.

Ya no es sólo la sobreinformación, las fake news o la basura que fluye por el ciberespacio, sino el tono sombrío que impregna todo el debate público. Se contagia esa podredumbre la cual evita que actuemos ante las injusticias que violentan contra la dignidad humana. Se generan esas cámaras de eco cuyas lógicas dictaminan cómo se va a erigir el porvenir social. ¿Si no hay esperanza para qué luchar? A través de esta inoculación de negatividad es cuando extraviamos nuestra senda como colectivo y, por tanto, comienzan las desavenencias otra vez. Hay que abrir otras puertas en tanto que destaquemos los pequeños triunfos que se quedan debajo de la alfombra sin pena ni gloria. Así pues, intento alejarme de esta depresión informativa producto de las dinámicas del poder económico, en la medida en que recupere esa autonomía en aras de vislumbrar un horizonte que posibilite una alternativa a todo este embrollo. Es ahí, en los márgenes, donde radica la inspiración para transformar nuestro microcosmos.

Es un hecho que el trabajo embriaga nuestra vida como una suerte de remolino. Está presente en nuestras conversaciones, en nuestras preocupaciones y, en definitiva, es una actividad inexorable en el desarrollo y en el progreso de nuestra sociedad. La lógica neoliberal ha concebido que trabajar es un prerequisito para alcanzar la madurez, de tal manera que puedas gozar del virtuosismo de ser un adulto hecho y derecho. Además, este discurso propugna a capa y espada que el trabajo nos hará felices, dado que constituye un medio de plenitud del ser humano. Por el contrario, más de uno pensará que todo esto es una sarta de memeces fruto de la servidumbre del Zeitgeist -espíritu de nuestro tiempo-.

El antropólogo anarquista, David Graber, abordó esta problemática en su prolijo ensayo titulado “Trabajos de mierda”, cuya premisa está enfocada en por qué se crean trabajos que, per se, son inútiles y no tienen una justificación válida para su existencia. El autor pone el acento en la burocracia, la administración de cualquier empresa pública-privada o en el sector financiero, las cuales han promovido la mierdificación del trabajo con tal de mantener a la ciudadanía de a pie ocupada. Imagínense por un momento gozar de una labor provista de un buen sueldo, pero siendo conscientes de que si dejara de existir, nadie se daría cuenta e, incluso, el sistema funcionaría mejor. Este fenómeno que permea nuestro cuerpo social se vuelve más acuciante en estos tiempos de incertidumbre, cuyas salidas están encaminadas a ser repartidores de Glovo por un salario precario o bien, convertirse en un coach vende humos al más puro estilo de Llados. Ahí está la fina línea entre los trabajos basura -trabajos reales mal pagados como el caso del repartidor- y trabajos de mierda -trabajos carentes de sentido pero bien pagados-.

Esta lógica que nos impone trabajar de cualquier cosa, independientemente de su utilidad, está suscrita por ideologías políticas situadas en espectros divergentes. La creación de empleo ha sido el mantra de la prosperidad económica, del bienestar y, por tanto, una senda que la realpolitik ha perseguido en aras de procurar la “felicidad”. El trabajo asalariado constituye de facto una forma de esclavitud consentida, en la medida en que la firma de un contrato laboral supone la compra-venta del tiempo al servicio del lucro empresarial. Nadie trabaja por gusto pese a que existan trabajos más reconfortantes que otros. Si esta promesa de felicidad fuera cierta, la gente corriente querría trabajar más tiempo y más duro a fin de alcanzar ese ideal de júbilo. ¿Que sólo tengo una jornada de 8 horas diarias? No es suficiente, póngame 12 horas y así seré más feliz. Esta contradicción inusitada parece sacada de una viñeta cómica, mas es un discurso que se emite desde los albores del capitalismo.

Recientemente se ha reabierto un debate respecto a esta cuestión en el contexto español. La ministra de trabajo, Yolanda Díaz, ha auspiciado que se aprobase la reducción de la jornada laboral de 40 a 37,5 horas a la semana -una reducción que, sin duda, resulta insuficiente-. No han tardado en salir a la palestra del debate público empresarios, periodistas, personalidades de internet, opinólogos y, cómo no, economistas como Juan Ramón Rallo o Daniel Lacalle, advirtiendo que esta medida sería catastrófica para las previsiones macroeconómicas -los únicos datos en los que están interesados estos pseudointelectuales-. Sigo esperando, todavía no ha caído ningún meteoro que provoque ese derrumbe estrepitoso que algunos vaticinaban, al igual que cuando las malas lenguas aseguraban que la reducción de la jornada de 12 a 8 horas en 1919 traería un colapso del sistema. Y, sin embargo, aquí estamos. Inequívocamente, los únicos actores interesados en que se trabaje hasta desfallecer porque si no se te tilda de vago, nini o desecho social siempre ha sido la clase capitalista. Mientras que la élite trabaja lo justo y goza de mucho tiempo libre, al trabajador se le exige laburar durante casi toda su vida para al final recibir lo justo para sobrevivir -y a día de hoy ni eso-.

El otro día me lo contaba mi pareja -cuyo trabajo consiste en atender clientes en una tienda de H&M-, que muchas veces tenía que aparentar que estaba ocupada realizando múltiples tareas, pese a que fueran inútiles. Esto quiere decir que ella, al igual que muchas trabajadoras, dedican un esfuerzo diario a teatralizar su cometido. Todo para contentar a los designios despóticos de jefes y jefas, afanosos por las métricas, los balances, la productividad y la maximización de beneficios. El tiempo, al igual que la actividad en sí misma, han estado vinculados al trabajo asalariado, cuya esencia sigue vigente a día de hoy. “Trabajar te hará feliz” parece un eslogan perverso que recuerda a aquellas reminiscencias de un pasado totalitario teñido de desdicha y violencia política.

Aquellos amos clamaban al cielo que el trabajo nos haría libres, que las cadenas se romperían una vez hayásemos culminado nuestra gran obra como humanidad. El economista británico, John Maynard Keynes, auguraba que el capitalismo nos liberaría del trabajo y que la automatización de la producción sentaría las bases para que la muchedumbre pudiera gozar de más tiempo libre. Pues aquí siguen esperando billones de personas obligadas a trabajar en trabajos de mierda, en trabajos basura, en trabajos que nos roban el tiempo, la vida y nuestra memoria para recordar. Seguimos rezando a billonarios, políticos, inversionistas e intelectuales con la esperanza de propiciar la transformación social hacia un postcapitalismo, donde podamos vislumbrar esa tierra prometida junto a nuestros allegados. Donde no nos sintamos enajenados, miserables e inmersos en una depresión crónica por culpa de un trabajo. Donde la felicidad no se instrumentalice en pro de tornarse un fin de explotación de la esencia del ser humano.

No hay que dar tantos rodeos, porque la respuesta reside en todos los pueblos que, con su capacidad de resistencia, son capaces de autoorganizarse, apoyarse mutuamente y provocar ese cambio en favor de una liberación del yugo capitalista. Lo vimos en la DANA de Valencia con la movilización del pueblo español, lo presenciamos en Gaza con la ayuda internacional y también lo comprobamos con la acción directa de los kurdos en Siria. La cooperación social y el trabajo colectivo son armas capaces de romper el orden hegemónico.

Palabras resuenan en mi cabeza cada vez que caigo en un profundo letargo. “No te preocupes”, decía mi madre ante cualquier inestabilidad, ante cualquier crisis que me asaltara en aquella penumbra de pensamientos rotos. Creía -ingenuamente- que todo pasaría, que esas preocupaciones fútiles desaparecerían con el pasar de las estaciones. Estaba completamente equivocado. A medida que avanzaba en el juego de la vida, la mochila se iba cargando con más piedras que, para bien o para mal, determinaban mi deriva como individuo. Supongo que así es la vida, es lo que hay, ¿verdad?

Especialistas de la psicología aseveran que la construcción de nuestra personalidad se forja durante nuestra niñez y adolescencia. Que lo que viene después respondería a ciertos ajustes, aprendizajes o experiencias que condicionan, a su vez, nuestra manera de entender el mundo. Y no sólo eso, también nos empapamos de sesgos por parte de nuestro entorno, bebemos de la sabia procedente del sistema de valores que nuestros más allegados esperan que lleguemos a cristalizar. Dicha premisa parecería apuntar a que no podemos escapar de la influencia de nuestro entorno. Que nunca llegaremos a erigir nuestra individualidad sin injerencias exógenas. Aunque tampoco es de extrañar dada la naturaleza social del ser humano.

Familia, amigos, gente que viene y va como una noria. Todas estas piezas comportan un impacto ad hoc en la conformación del individuo, en la medida en que determina nuestros traumas más lúgubres, nuestra máscara social, nuestras inseguridades y, en definitiva, nuestra identidad. Cuando uno habla de preocupaciones, de problemas que, aparentemente, no obedecen a nada tangible o, al menos, que se pueden vislumbrar en el horizonte, la respuesta siempre se encontrará en lo pretérito. Es a través de ese ejercicio introspectivo cuando se halla la llave en pos de identificar qué es lo que anda mal. No es una tarea sencilla descender al abismo en cuyo fondo anidan nuestros más oscuros miedos.

Mi familia siempre ha depositado esperanzas en mí, expectativas que, desde mi más tierna infancia, me han perseguido hasta a día de hoy. Esto ha supuesto -y, me imagino, que más de unx se habrá sentido así- un nivel de autoexigencia que, en múltiples ocasiones, ha derivado en una preocupación latente en torno a mis resultados, a mi porvenir o a la imagen que proyecto al resto de personas. Como si tuviera que adecuar mi rostro dependiendo del contexto social en el que me mueva. Se traduce en un parecer, mas no ser. Las trincheras del conflicto interno se despliegan como si se tratara de una maquinaria de guerra. Cada gesto, cada información que vierta, cada comportamiento debo mediarlo de tal manera que sea mi mejor arma en virtud de la cual, reproduzca lo que se ha esperado de mí. Esta espera se eterniza, puesto que jamás se cumple esa imagen autoimpuesta, esa promesa difuminada en la memoria.

Allá dondequiera que mire, atisbo expresiones de desasosiego, gentíos que vagan por las calles sin rumbo, desprovistos de aquella libertad idealizada de poder ser. Las ataduras sociales condicionan nuestra percepción, alimentan al sistema totalizador en el que nos ha tocado vivir. Las familias tal y como están constituidas son, al fin y al cabo, una extensión más imprescindible para la reproducción social del capitalismo. Llegué a creer que en el seno familiar residía mi refugio, mi salvavidas frente a cualquier inclemencia. No en vano, con el tiempo me percaté de que el origen de mi ansiedad existencial es fruto de esos mandatos sociales que permean nuestro círculo íntimo. Así, la homogenización de esa masa estéril desprendida de todo rasgo distinguible representa ese paradigma del cual no puedo huir. De ahí radica mi preocupación mamá, no quiero convertirme en un extraño para mí mismo, en el extranjero de Camus, en un reflejo de alguien cuyo rostro impostor me mira a los ojos sin vacilar. Fijamente, hasta que satisfaga sus anhelos más alienantes.

Desde hace años todo parece una concatenación de memes efímeros aptos para satisfacer los más bajos instintos de los consumidores. Viñetas, mensajes, propaganda que, pese a su aparente naturaleza inofensiva, construyen un sentido coherente dentro del imaginario colectivo de internet. Mercancías cómicas que fabrican ideologías, valores, marcos conceptuales que, inequívocamente, influyen en el transcurso de la cultura política. La memecracia es una realidad inseparable de nuestra forma de consumo inmediato. Estos elementos semióticos, aunque útiles para los más mentecatos, reducen de un modo radical la complejidad social que deviene el mundo en el que vivimos.

Es cierto que el humor se puede utilizar como un arma política contra el poder hegemónico -de ahí surgen las famosas sátiras del siglo de oro español-. Sin embargo, esta tendencia totalizadora comporta una apropiación del ciberespacio en virtud de los intereses del statu quo. La circulación masiva de memes diluye el debate público, dando como resultado una cantina de risas y fiestas donde los temas que de verdad importan se banalizan al extremo. Todo este fenómeno exacerbado busca la espectacularización de la política, el denominado politeintment, es decir, que todo asunto político sea, a su vez, un elemento de entretenimiento y humor. A priori, esto no debería ser una desventura, ni mucho menos. El problema radica en qué actores empiezan a controlar la producción de memes en internet.

Si uno es audaz, se empezará a dar cuenta de que, tanto las grandes empresas como los partidos políticos, han empezado a adoptar la memecracia como una estrategia de comunicación efectiva para acercar un prisma ideológico a la muchedumbre que habita internet. En España, no hay más que dilucidar los memes generados por Vox -el partido de ultraderecha-, pero también el PSOE o Sumar. Y no solo la clase política o empresarial, sino que los propios líderes de opinión -o también llamados “influencers”– llevan tiempo promoviendo, compartiendo e, incluso, reaccionando a este tipo de contenido humorístico que lo impregna todo. Por ende, las grandes audiencias que manejan estos actores beben de memes cotidianamente y eso encierra una producción masiva de opinión. De hecho, la infantilización se la sociedad fruto de esta memecracia está correlacionada con la polarización política que estamos experimentado. Y más concretamente con el auge del fascismo en occidente -no hay más que observar fenómenos como Pepe the frog o Wojak, memes muy popularizados dentro de la fachoesfera-.

Está claro a estas alturas que los memes son un medio de propaganda infalible en estos tiempo de sobreestimulación informativa. Son caramelitos fáciles de consumir, de manera que se convierten en productos de usar y tirar. Asimismo, los mensajes son claros y precisos, -pese a estigmatizar, reducir o discriminar- pero generan un gran impacto en el usuario que lo visualiza. Para más inri, esta memecracia centralizada reproduce la violencia sistemática ejercida contra aquellos reductos sociales provistos de otras formas de pensamiento, cuyo afán es velar por un mejor porvenir. Las big tech y los gobiernos conocen el virtuosismo de esta praxis comunicativa originada en los albores de internet. Estos tecnofeudos saben que, valiéndose de bots o, más recientemente, de la IA, pueden controlar la opinión pública a través de risotadas superfluas en forma de memes, memes y más memes. De esa manera se genera demasiado ruido como para oír voces disidentes que gritan desde la lejanía.

Ya decía yo que todo esto desprendía un hedor pútrido. Últimamente hemos sido testigos de cómo figuras como Donald Trump, Elon Musk o J.D. Vance -el vicepresidente de EEUU- protagonizaban escándalos o situaciones surrealistas que podrían encajar en un sketch de los Monty Python. Se dice que en política toda acción conlleva una reacción. ¿Acaso la “realpolitik” se está convirtiendo en un meme en sí mismo? ¿Los problemas estructurales que nos atraviesan a nivel multidimensional se han convertido en meros memes fugaces? Desviar la atención es un rasgo inherente a nuestro sistema mediático, en la medida en que oculta la magnitud de la desigualdad material que compromete el contrato social. Por muy gracioso que suene, siento que nos conducimos a una memecracia totalitaria, donde ya ninguna noticia es lo suficientemente acuciante como para tomársela en serio. Así volvimos a ese bucle infestado de memes en cuyo regazo reímos sin parar junto a nuestros contactos, hasta que no quedase nadie dispuesto a reírse más.

Bro, bro, bro. Les tengo que contar algo bro, no paro de escuchar ecos de broismo. Los escucho en la calle, en el gimnasio, en comentarios, allá dondequiera que esté hay siempre un bro sentando cátedra sobre cualquier asunto que se le atraviese. ¿Inversiones? Ahí estará el cryptobro con mentalidad de tiburón cuyo consejo sobre invertir en Libra -la criptomoneda promovida por Javier Milei- no salió como él esperaba. ¿Feminismo? Ahí estará el bro antifeminista que te dirá: hey hey, el feminismo ha ido demasiado lejos. ¿Dietética y entrenamiento? Ahí estará el gymbro que se desvive en el gimnasio 24 horas al día y cuenta con un doctorado en nutrición. El bro está dotado de una multiplicidad de rostros que se adecúan al contexto en el que se encuentre. No sé en qué momento, pero se han convertido en los todólogos por excelencia.

Estoy empezando a pensar que se está configurando una nueva tendencia ideológica llamada broismo -el cuñadismo de la generación Z y millenial-. No es que sea una doctrina asentada como el marxismo o el liberalismo, ni siquiera una ideología política definida. Sino que representa una ola de pensamiento masculino totalizador que está embriagando con su testosterona todo el cuerpo social. Y vaya si lo está haciendo, hay pelos hasta en la sopa. Algunas personas arguyen que estos patrones masculinos responden a una crisis de la masculinidad y probablemente sea así. Que la sociedad no les entiende, que se sienten desplazados hacia un espacio marginal, que la realpolitik está obrando en virtud de las minorías y en detrimento de ellos. Salvo algunas excepciones, el broismo parece carecer de perspectiva, si quiera de rumbo, están perdidos en un laberinto de pensamiento acrítico.

Estos bros dedican parte de su vida a hacer gala de la magnitud de sus cojones, de lo tan, tan grandes y peludos que son sus dos bolas, como si formasen parte del patrimonio de la humanidad declarado por la UNESCO. No es de extrañar, el broismo se erige como un centro de datos inconexo, sesgado y diezmado de todo raciocinio. Es pues, el subterfugio seguro del conformismo barato, de la reproducción sistemática de la violencia contra las mujeres y contra el resto de personas. Ellos no se percatan del daño que provocan sus opiniones infundadas, fruto de su odio ominoso e ignorancia manifiesta. Esbozan palabras cargadas de bilis que se instalan en el ciberespacio. Desde X hasta Youtube. Desde Tik Tok hasta Instagram. Ser un verdadero bro nunca había sido tan rentable en los tiempos que corren.

La lógica del broismo es consustancial al ascenso de la ultraderecha en todo occidente. Refleja la vuelta de aquellas prácticas añejas, cuando los cojones bien puestos y la mano dura eran la norma. No importa qué tan informado estés sobre un asunto, es indiferente para ellos, su discurso de odio propagado en la red seguirá ganando adeptos bros. Nada de eso importa. Siempre tendrán una excusa, una justificación insulsa para perpetuar sus creencias antidemocráticas, alimentadas por un sistema incompatible con la vida y la realidad. Zurdos de mierda, pijiprogres, feminazis, incels, redpill, gigachads, menas o charos son algunos ejemplos de la terminología que utilizan en su día a día. Y es que, la filosofía que subyace -si es que se le puede llamar así- es vacua, inmoral e insustancial, carece de los matices propios de la sapiencia humana.

No en balde, la rendición ante ellos no es una opción. No podemos permitir que los bros conquisten cada vez más espacio discursivo. Cuando hablan de guerra cultural no están de coña, van muy en serio pese a tener una pinta de Jordi Wild. Los líderes de opinión parece que prefieren surfear esta ola con total pasividad, incluso algunos sumándose como buenos bros a la nueva hegemonía del odio. Anhelo un mundo en donde no tenga que oler ese aroma rancio a brother, en donde no estallen trifulcas encarnecidas en redpillpodcast, cuyo ganador tiene la polla más descomunal. Me niego a escuchar gritos salvajes provenientes de los autoproclamados macho alfa, cuyos alaridos ensordecedores están llenos de carencias emocionales. En definitiva, estoy hasta las narices de que todo sepa a rabo de toro, de que cada vez que volteo vea machos peleándose en el safari, de que todo parezca una competición de a ver quién mea más lejos. El broismo es una moda, pero como ya saben todas las modas son pasajeras. Y esperemos que esta moda se quede enterrada bajo los escombros de la masculinidad frágil.