¿Qué opciones nos quedan?

No sé ustedes, pero estoy cansado. Cansado de que la sociedad mire hacia otro lado cuando estamos siendo testigos de un genocidio en directo. Cansado de esperar a que se produzca un cambio hacia un postcapitalismo donde el bienestar colectivo, la vida digna y el equilibrio ecológico sean mandamientos. Cansado de vislumbrar cómo nos dirigimos sin freno hacia el suicidio colectivo en aras del desarrollismo religioso cuyos mantras de crecimiento económico van a misa. Cansado de que los pocos espacios de resistencia que permanecen quedan atrapadas en la telaraña de los amos del cortijo, es decir, el poder financiero. Ante este contexto de pesadumbre inextinguible me pregunto: ¿Qué opciones nos quedan?

Resulta una buena pregunta cuya respuesta no sabría encontrarla de manera precisa. Algo que he aprendido es que no existen fórmulas mágicas para resolver problemas tan complejos, tan anquilosados dentro de una hegemonía erigida bajo una mirada colonial, capitalista y patriarcal. La desobediencia civil, por ejemplo, sería una buena opción para Hannah Arendt, pero actualmente esa vía no es suficiente. Las protestas pacíficas, aun siendo legítimas y simbólicas, han quedado ensombrecidas frente a la sociedad de la inmediatez, la cual busca el mayor impacto en el consumidor. Para generar ruido se requiere de algo más directo.

Toda acción conlleva una reacción, así es la política. Y qué hay más directo que el uso de la violencia. Me refiero a las huelgas, las protestas, el vandalismo, los actos violentos localizados, los sabotajes. Cuando invoco estas formas de resistencia no necesariamente aludo a la violencia física contra alguien, sino a sus múltiples expresiones: simbólica, económica, material. La violencia siempre debe ser el último recurso frente a una situación desesperada. Ya lo hemos visto en diversos contextos históricos, en los que la resistencia armada o las revoluciones fueron los únicos caminos ad hoc para transformar la realidad política, social y económica. Desde la Rojava kurda hasta la resistencia anticolonial que propició la independencia de países árabes como Egipto o El Líbano. Incluso, sin ir más lejos, actores considerados terroristas desde el marco de occidente emergen como expresiones frente a ocupaciones prolongadas, lo cual no exime sus actos de crítica, pero exige una comprensión contextual.

Cuando somos testigos de una estructura política corrupta, belicista, cínica y amiga de los grandes capitales, la opción de la revuelta popular queda abierta en la medida en que esa gota colme el vaso. Ya han goteado muchas lágrimas. Ya ha goteado mucha sangre y sudor. Siento que esa gota está a punto de rebosar nuestra paciencia colectiva, de activar nuestro afán de libertad y resistencia. No sé qué lo provocará, ni tampoco cuándo ni dónde, mas el momento está cerca. Tanta violencia ejercida contra inocentes tiene un precio muy elevado. Sé que, tarde o temprano, el monopolio de la violencia legítima caerá por su propio peso.

En ese instante, al menos, tendremos una posibilidad de construir un nuevo paradigma -esperemos que mejor que el anterior- de forma colectiva. La construcción de los cimientos de lo destruido, de lo que fue, será una tarea ardua que dependerá de nuestra capacidad de comunidad y organización a través de asambleas ciudadanas, redes horizontales o comunas. Dejaríamos atrás la opresión, la autoridad, el clasismo, la competitividad y el desprecio a la vida. Por eso, la libertad, la cooperación, la igualdad y la dignidad deberán ser principios inseparables si queremos lograr una liberación colectiva. Ya lo decía César en el Planeta de los Simios: “Simio no mata simio, Simios juntos fuertes”.