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Para presentar en la Secretaría de Medioambiente de la Humanidad, planeta Tierra, Sistema Solar, Galaxia Vía Láctea, muy muy lejana del borde exterior.

Señores responsables de decidir en nuestro nombre: Somos habitantes de este planeta, como lo son ustedes. Vivimos aquí desde que nacimos. Cuando respiramos por primera vez nadie nos dijo que nos iban a identificar con un número, que nos iban a colocar un nombre certificado con sello y firmas de desconocidos y que nos iban a elegir una nacionalidad y un sentido de pertenencia, pero lo hicieron. Aquí estamos los que nos quedamos donde marcamos las huellas digitales por primera vez y los que elegimos recorrer un poco los caminos hasta dar con este lugar. Hoy nos parece que la tierra bajo nuestros pies forma parte de nuestra piel. Estamos acá porque nos conformamos, porque nos enamoramos, porque teníamos que comer y respirar un poco mejor, porque la vida nos fue trayendo. Es nuestra obligación como habitantes de esta tierra, de esta parcelita que reconocemos en la inmensidad de todo el planeta como cobijo, cuidarla y defenderla, no porque seamos ecologistas (algunos lo seremos) ni porque nos obliguen las letras de una norma que no entendemos, sino porque no se puede vivir. Y la vida es lo que nos mantiene de pie, incluso cuando estamos de rodillas. Señores representantes de la organización burocrática de nuestra existencia, según el artículo XÑ de la Constitución planetaria, es nuestro derecho habitar un planeta con las condiciones necesarias para la vida humana, esto es: un aire que podamos respirar y que nos proteja de la fuerza arrolladora del exterior; aguas limpias para beber, para lavar nuestros cuerpos, nuestra ropa y nuestras cosas, y también para jugar en su interior o bajo la lluvia; tenemos derecho a una tierra cubierta de un manto vegetal, con animales que la enriquezcan y que nos acompañen para mantener el ciclo de la vida en su rodar incesante. La ley Ambiental XXYMST/30 nos abala para exigir ante vuestra dependencia que cualquier uso de nuestros recursos esenciales para la vida tiene que tener nuestra aprobación. Esto no sería necesario si nos reconociéramos habitantes del mismo territorio con iguales derechos y obligaciones, ustedes los representantes, nosotros los habitantes, todas humanidades compartiendo el mismo suelo, el mismo aire, las mismas aguas. Pero parece que hay cortinas, barreras o murallas que nos distancian, que hasta elevan y degradan nuestro lugar ocupado, nos alejan y nos quedamos sin poder ver el horizonte. Por eso es necesario poner por escrito nuestro desacuerdo, recordarles que nuestro derecho viene de la mano de nuestra humanidad, nuestra pequeña existencia en este planeta. No queremos que en nombre de la ciencia, la tecnología, la evolución ni el progreso económico se rapiñen los recursos vitales con los que contamos para repetir la afirmación que tanto nos duele: pan para hoy, hambre para mañana. La vida no se negocia, la nuestra, la de todas las personas que formamos parte de este planeta, incluidos los representantes que toman decisiones con tanta liviandad por todos nosotros. No es una oportunidad para la humanidad resecar los suelos para llenar los bolsillos de unos pocos, sosteniendo el negocio con migajas para el resto. No es una fuente de trabajo digna la que implica el deterioro de la tierra, la contaminación del agua y el aire, la que trae las enfermedades que no resuelve una vacuna, la que involucra la cultura del lo quiero todo ya a cualquier precio porque el agujero en mi pecho se hace cada vez más grande. No sé cuál es la cuenta ni las estadísticas que manejan los que deciden entregarlo todo a cambio de muy poco. No sé por qué dicen que el consenso social para que se extraigan recursos no renovables invirtiendo en ello toneladas de agua que no podremos tomar nunca, es total, cuando sabemos a fuerza de repetir esta historia una y otra vez en nuestra existencia como humanidad que la cosa termina mal para quienes habitamos la tierra y no queremos sacarle oro negro ni dorado ni espejitos de colores, tan solo vida para que el ciclo natural que nos ha mantenido vivos por miles de años, continúe. Los abajo firmantes, terrícolas preocupados, demandamos que se frene esta masacre silenciosa y se reconstruya la solidaridad entre especies y principalmente entre nosotros, como humanidad.

Neleb Von Gil, habitante humana del planeta Tierra.

Este relato surge ante la inminente urgencia de hacer algo, aunque sea un grito, para detener el incesante avance del fracking en la Patagonia Argentina.

La Mili abrió la canilla para lavarse las manos. Tenía las manos sucias porque había estado jugando con barro. Estaba jugando con barro porque era divertido, porque podía construir una montaña y hacer una casita y moldear un muñeco y un auto y un avión, aunque las alas se le caían cuando quería hacerlo volar. El barro era de color rojizo y tenía piedrecitas y algunas conchillas porque, si bien todo se veía muy seco alguna vez, hace miles de años, ahí donde jugaba la Mili había un gran mar. Ahora, en cambio, para tener agua tuvieron que hacer un pozo para llegar, varios metros hacia abajo, hasta el agua subterránea y así poder regar la huerta, lavar la ropa y los platos y las manos de Mili llenas de barro. Cuando abrió la canilla de agua, manchando con sus manitas la manija del grifo, el agua no salió transparente como solía hacerlo; estaba negra como la noche sin luna y la Mili se asustó. ¿Qué pasó con el agua? No muy lejos de su casa había unas personas trabajando. El trabajo siempre es bueno, le habían dicho a la Mili, ayuda a conseguir los útiles para la escuela y la ropa y la comida que no se puede cultivar en la huerta. Por eso, cuando esas personas vinieron a trabajar todos celebraron y salió en las noticias como algo que iba a mejorar la vida del lugar. Nos va a ayudar, decían, es para crecer. Sin embargo, hay trabajos que pueden traer problemas porque cuando esas personas movían el suelo bajo tierra, el agua que introducían no era para hacer crecer a las plantas ni para llenar los ríos de vida. Tampoco lo hacían porque quisieran destruir la tierra, provocar sismos o estropear el agua, no, sino porque ése era su trabajo, con el que podían alimentar a su familia, como la de la Mili. Lo que no se dieron cuenta era que una mañana Mili, luego de jugar con el barro, se quiso lavar las manos con el agua que venía del pozo y no pudo poqrque estaba más sucia que el lodo del pantano donde crecen los renacuajos. Habían dicho que eso no iba a pasar, que el trabajo del petróleo no iba a afectar la vida de los paisanos pero no fue así, Como pingüino empetrolado quedaron las manos de la Mili, que se echó a llorar. La mujer despertó de golpe, el hombre le sostenía el brazo con delicadeza. Fue una pesadilla, le dijo el papá de la Mili a la mamá, que le contó su sueño mientras temblaba. Las manos de Mili negras, la huerta seca. Con el tiempo ya no habría trabajo ni para ellos ni para las personas que trabajaban en los pozos que hacen fracking para sacar el petróleo. Decime que eso no va a ser real, suplicaba a su esposo, que no va a ser más que un mal sueño. Se abrazaron papá, mamá y la Mili pero ninguno de los tres pudo decir nada.

Neleb Von Gil

Me surge la necesidad de pensar un mundo sin fracking ni petróleo.

Me levanté temprano porque tenía que ir al puesto. No es una chacra, es un puñado de tierra nomás. Prendí el fuego con las ramitas de tamarisco que juntamos en la última poda. Fue apenas un fueguito y la pava tardó en calentar el agua lo que a mí me llevó agarrar el mate, ponerle la yerba, agitarlo bien y acomodar la bombilla. Un par de ramitas más para calentar las tostadas con el pan que ayer cocinamos en el horno de barro. El frío suave de la media estación acompañó las primeras horas de la mañana. Es el momento en que los sueños todavía se confunden con la realidad y lo que siento en ese momento determina el día por completo. Unos sorbos al mate, el ruido crujiente de la tostada en mi boca. Me lavo la cara, los dientes, las manos, me peino y salgo. Camino hasta la parada del tranvía recuperado del olvido. En los años de las aguas negras, no existía, no habíamos tenido nunca; ahora es lo más común. Algunos le dicen el tran. El tran me llevó acá, con el tran me fui hasta allá. A mí me deja a veinte minutos del puesto, caminando a paso tranquilo y está bien, me da tiempo para pensar, recorro la lista de lo que tengo que hacer. Primero, saludo a Nicanor, que se llama igual que mi bisabuelo; luego, me voy para el gallinero. No me sorprendo si veo pasar un cuis, una liebre o un zorrito, aunque estos últimos son más comunes al atardecer. Recojo los huevos, si el Nica no lo hizo antes. Después voy para la huerta. Máxima, la gata amarilla, se suele subir a mis hombros cuando le paso cerca. Veo cómo está el riego, si hay que despejar alguna maleza o quitar el salitre que se acumula y tapa los agujeros del regador. Me fijo cómo viene la siembra, si ya se ven los brotes nuevos en el duraznero. Los almendros ya están en flor. Todavía estoy a tiempo de cortar la ortiga antes que eche flor. Sigo al fondo y así. Nicanor me ofrece una tortafrita y un queso que le dio la Magdalena. ¡Qué mano tiene esa mujer! Yo lo intenté sin suerte, me resigno a probar otra cosa, algo me saldrá mejor. Me vuelvo a casa antes que se me haga de noche y me quede sin tranvía. Las luces son bajas, como para no andar a tientas pero que se puedan ver las estrellas. Todavía recuerdo cuando empezaron a caerse los satélites, como una lluvia de meteoritos. Chocaban unos con otros, de tantos que eran, y al final se convirtieron en pura chatarra. Fueron tiempos peligrosos. Ahora el mundo va menos rápido, ya no hay motores a toda velocidad en los caminos, ni máquinas en llamas cayendo del cielo. Los tiempos del oro negro se acabaron, el agua volvió a ser clara, el cielo dejó de tener ese hollín negro que tapaba el sol.

Me levanto, pongo la pava sobre la hornalla eléctrica. Coloco en la tetera un puñado de mix lunar, como lo llaman las chicas que hacen los preparados de hierbas para infusiones. Sé que esta variedad la armaron para los días en el mes que algunas sangramos pero me gusta su sabor extravagante que le da a cualquier día un tinte especial. Me gusta reconocer el orégano, la canela, la manzanilla, el jenjibre, la hierbabuena, el perejil. Me agrada el aroma que queda en el ambiente. Hago unas anotaciones en mi libreta. Escribo las tres páginas que sugiere Julia Cameron pero no cumplo a rajatabla. A veces, son solo dos, o me excedo con cinco, depende de mis ganas y mis posibilidades. Lo hago mientras espero, luego de verter el agua en la tetera. Coloco una cucharada de miel en la taza. Miro el reloj, el viejo reloj de agujas; estoy bien de tiempos, puedo desayunar tranquila. En una cazuela, pongo unos copos de avena, frutos secos y unas almendras de la chacra de Luisa. Mastico sintiendo las texturas. Junto mis cosas, me miro por última vez en el espejo y salgo, cerrando la puerta. Tres cuadras hasta lo de Amancio para buscar los zapatos que se me habían roto. Dos paradas del tren y ya estoy en el trabajo. DTR, le decimos. Desarrollo de Tecnologías Renovables. No depende todo de mí, hay un equipo de trabajo, tanto aquí como en las otras comunas. Sola no podría, nadie puede solo, eso lo sabemos desde la época de la caída de la marea negra, cuando empezaron a caer los residuos espaciales, las aguas se volvieron negras por los derrames incontrolables de oro negro, la tierra estaba destrozada de tóxicos y el aire era irrespirable. Tiempos oscuros donde la humanidad casi se extingue. A pesar de las advertencias, parecía como si nadie lo hubiera visto venir. Hoy vivimos diferente. Llevó su tiempo, aunque yo no lo recuerdo porque no lo viví. Nos estamos olvidando cómo era aquello pero existió, casi nos mata. Nafta, gasoil, garrafas, gas natural, vaselina, petróleo, son palabras del pasado. Vamos más lento, dicen los viejos, quizás por eso podemos ver hacia dónde.

Neleb Von Gil

Era una mujer de algunos años. No era una nena, tampoco una niña grande que quisiera rellenar sus pechos un poco. No era una anciana, no era una mujer mayor. Se le había hinchado el vientre un par de veces pero no había sido lo más importante que le había ocurrido. Habían pasado tantas cosas. Se sentó en la silla que le ofrecieron, de caño recubierto con plástico, como ese retorcido que tenían los teléfonos fijos. Tenía las manos entrelazadas, la mirada clavada en otro tiempo, momento en que las sillas esas no estaban; las que había eran de madera barata y las habían barnizado, para que parecieran de mejor calidad. Su boca, fruncida, queriendo sellarse como la vergüenza que se le escapaba entre los dedos a pesar del esfuerzo por mantenerlos apretados; su ropa, sudada, la camisa arrugada por la transpiración. Estaba sentada como si estuviera en el banquillo de acusados. El propietario le explicó, serio pero con un tono comprensivo, que la había visto, la había descubierto. Ella había entrado usando la llave que seguía bajo el ladrillo suelto, en el mismo lugar, nadie la había quitado, nadie le había dicho a los nuevos propietarios que estaba ahí, tampoco ella lo hizo. Escuchó cómo le daban la opción de olvidarlo todo a cambio de tres requisitos. Tenía que entregar la llave, le dijeron, aunque nunca se la había llevado, seguía ahí, entre los ladrillos al frente de la casa, como había sido desde siempre. Aquella casa vieja y gastada, minúscula. ¿Por qué alguien querría regresar? Si la que tenía ahora era grande, luminosa, tenía una pieza para cada uno. ¿Para qué volver? Para recorrer los pasillos que no eran, tocar las manchas de humedad tapadas con pintura blanca que se iba a desprender, pisar la baldosa quebrada. Ver cómo se convirtió en algo distinto con los muebles de otro, con una luz que alumbra con otra calidez y otra inclinación. Había tomado la llave, la había calzado en la abertura y la traba cedió. Fue hacia la cocina que era comedor, living, que era taller de costura y escritorio y laboratorio, donde su niño le mostró el primer diente caído, donde lloró cuando se fue el que le había prometido amor eterno cuando todos miraban y ella, vestida de bordados y seda blanca, no había prestado la atención suficiente a los que escondían por detrás las palabras. Fue una casa triste, los estantes atiborrados, las telarañas en las esquinas, pero ella necesitaba volver a pasar, y ver y tocar cómo era que la habitaban ahora que ella también se había ido. La segunda condición era que lo cuente. ¿A quién? A los suyos, le dijeron, a quien pueda ayudarle (o contenerle para que no quiera volver). ¿Para qué regresar a la pobreza? Porque había sido pobre en esas cuatro paredes, con apenas una habitación para todos. Veía que le habían agregado un cuarto que antes había sido un trozo de jardín. Los nuevos propietarios tenían un niño. Ella no pudo contenerse. Había acariciado el marco de la puerta y entrado. La cama tenía sábanas verdes y una acolchado que imitaba la tela de jean. Había juguetes y una cómoda con ropa. Tuvo que esconderse cuando el niño fue a su cuarto, tiró la mochila y el delantal al piso, y salió corriendo afuera. Mi niño hacía lo mismo, pensó, se llevaba la pelota y la hacía picar contra la pared, tal vez en ese mismo lugar que ahora era dormitorio y antes un pedazo de patio de tierra. ¿Con quién lo hablaría? Los que vivían con ella no lo entenderían, como tampoco lo hacía el nuevo propietario. Cómo podría explicarles que una parcelita de ella había quedado anudada por ahí, se le había perdido y necesitaba recuperarla. Pensarían que estaba loca, quizás tuvieran razón. Miró a un costado y reconoció una pequeña grieta en la madera del marco de la ventana, la que daba a la casa del vecino y por eso nunca la abrían. Los nuevos, sí, no les importaba, pero no querían que ella anduviera deambulando por la casa; tenía sentido, quién no lo entendería. Asintió, como mujer de pocas palabras que era. Lo tercero, le dijeron, era que se hiciera ver, que fuera a terapia. ¡Eso le dijeron! Ella volvió a asentir, evitando que la mirada se le pusiera borrosa. Les mostró dónde estaba la llave, suspiró, miró por última vez hacia adentro y se marchó. Los propietarios cambiaron la cerradura al día siguiente, por si acaso. Para su tranquilidad, los vecinos no la volvieron a ver por el barrio. Era una mujer extraña, les habían dicho, pero nunca había sido un problema. ¿Ponemos una cámara? Se lo pensaron pero al final desistieron. Ella volvió a su casa grande y luminosa, con jardín de frente y un patio con la galería cubierta por una enredadera que daba flores blancas en septiembre. Sonreía en silencio, como lo había hecho siempre. Nunca pudo volver a la vieja, la casa de los sueños rotos y era mejor así. ¿O no, mamá?, preguntaban sus hijos a medida que crecían y se marchaban. La visitaban poco, tal como ella lo había pedido. Se me había perdido algo, dijo una vez, por eso volví, tenía que recuperarlo. ¿Qué cosa?, le preguntaron, con la esperanza de al fin poder comprenderlo. Nada, nada, una pavada. Era un trocito de nada, y con los dedos, como si hilvanara una aguja, dibujaba el pedacito de nada en el aire.

Neleb Von Gil