Ludotopía o la igualdad silente
por Manuel Monroy Correa
Tuve un sueño con la apariencia de lo recurrente, y lo digo así porque varias veces me desperté. Cuando volvía a dormir, la idea continuaba. Todo tenía que ver con los videojuegos:
Fuera del sueño, hacía poco que había platicado con una persona cercana a mí sobre la ontología del trabajo expuesta en el Manifiesto comunista y luego sobre la crítica al capitalismo. En el sueño aparecía él de nuevo, hablándome acerca de una iniciativa que utilizaba los videojuegos para hacerse de recursos económicos que favorecían a comunidades desvaforecidas con resultados medibles.
Un conjunto de peculiaridades estaban sobre la mesa. Primero, el grupo estaba conformado por mujeres casadas que habían estudiado en universidades privadas de alto prestigio, en las que cursaron estudios críticos (¿teoría crítica?, ¿metapolítica, en términos badiounianos?) y eran conscientes de sus propios privilegios. Eran activas en cuanto buscar contrarrestar las desigualdades -socioeconómicas, sobra decir- en el país. Crearon una asociación con este fin, que promovía videojuegos. Se reunían recurrentemente, a la manera de los eventos altruístas de los ricos en la que se mostraban los productos. Cenas elegantes. Salones lujosos. Gente pudiente.
En segundo lugar, los videojuegos tenían la peculiaridad de afectar los sentidos, especialmente la vista. Mientras más lo lograban más beneficio había. El afecto era algo parecido a la conjuntivitis en cuanto a que los párpados parecían difíciles de abrir. De hecho, la participación en el videojuego era, precisamente, dificultar la comprensión. Más que el desconcierto, despertaba el interés y la fascinación por algo que, mientras más se estaba cercano a ello menos visible y comprensible era. (Tal paradoja es señalada por Giorgio Agamben para el caso del dolce stil nuovo y el enigma griego.)
Aún más sorprendente era el hecho de que el uso de estos videojuegos (cuyos programadores eran unos verdaderos genios incógnitos) lograba disminuir significativamente las desigualdades socioeconómicas. «Sumergirse» en ellos era hacer de la acción crítica una realidad material. Era tan comprensible; de una evidencia al mismo tiempo clarísima y casi imposible de enunciar, que no dejaba lugar a dudas que nada nunca fue tan efectivo. Ningún programa nacional, ninguna iniciativa corporativa (pero, claro), ninguna organización no gubernamental hasta el momento había convencido a nadie de esta forma.
La cosa no era muy conocida. Por supuesto, las reuniones se organizaban secretamente y se asistía por invitación. Tal poder no iba a ser bienvenido por cualquiera que no tuviera, al menos, el deseo de quitar la brecha de los privilegios en favor de algunos que lo merecían... El propósito secreto -también- de tal exposición, era terminar definitivamente con la desigualdad, pero este sólo podía compartirse una vez que se hubiera participado de los videojuegos. Cada nuevo producto generaba una expectativa desmedida y hacía irresistible «jugarlo».
Los videojuegos eran dulces adictivos; la crítica de la que hacían partícipe, era alegre. La justicia y la verdad se abrazaban y no se sabía si eso era la causa de la serotonina o era ésta la que provocaba tal impulso. La crítica al capital no sólo era irrefutable sino bien acogida. No hacía sino llevar a la acción. Era una realidad onírica de izquierdas y se vendía por millones.
Hay que anotar que tal acción era, por supuesto, comprar el videojuego. Era casi una subasta y la gente se desvivía por probarlo. Al final, lo compraban, con el corazón henchido de gozo por saber que no se trataba de una ayuda, sino de un cambio auténtico en el mundo, cuyo bienestar no era más utópico, ni distópico, sino ludotópico.
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