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Era una mujer de algunos años. No era una nena, tampoco una niña grande que quisiera rellenar sus pechos un poco. No era una anciana, no era una mujer mayor. Se le había hinchado el vientre un par de veces pero no había sido lo más importante que le había ocurrido. Habían pasado tantas cosas. Se sentó en la silla que le ofrecieron, de caño recubierto con plástico, como ese retorcido que tenían los teléfonos fijos. Tenía las manos entrelazadas, la mirada clavada en otro tiempo, momento en que las sillas esas no estaban; las que había eran de madera barata y las habían barnizado, para que parecieran de mejor calidad. Su boca, fruncida, queriendo sellarse como la vergüenza que se le escapaba entre los dedos a pesar del esfuerzo por mantenerlos apretados; su ropa, sudada, la camisa arrugada por la transpiración. Estaba sentada como si estuviera en el banquillo de acusados. El propietario le explicó, serio pero con un tono comprensivo, que la había visto, la había descubierto. Ella había entrado usando la llave que seguía bajo el ladrillo suelto, en el mismo lugar, nadie la había quitado, nadie le había dicho a los nuevos propietarios que estaba ahí, tampoco ella lo hizo. Escuchó cómo le daban la opción de olvidarlo todo a cambio de tres requisitos. Tenía que entregar la llave, le dijeron, aunque nunca se la había llevado, seguía ahí, entre los ladrillos al frente de la casa, como había sido desde siempre. Aquella casa vieja y gastada, minúscula. ¿Por qué alguien querría regresar? Si la que tenía ahora era grande, luminosa, tenía una pieza para cada uno. ¿Para qué volver? Para recorrer los pasillos que no eran, tocar las manchas de humedad tapadas con pintura blanca que se iba a desprender, pisar la baldosa quebrada. Ver cómo se convirtió en algo distinto con los muebles de otro, con una luz que alumbra con otra calidez y otra inclinación. Había tomado la llave, la había calzado en la abertura y la traba cedió. Fue hacia la cocina que era comedor, living, que era taller de costura y escritorio y laboratorio, donde su niño le mostró el primer diente caído, donde lloró cuando se fue el que le había prometido amor eterno cuando todos miraban y ella, vestida de bordados y seda blanca, no había prestado la atención suficiente a los que escondían por detrás las palabras. Fue una casa triste, los estantes atiborrados, las telarañas en las esquinas, pero ella necesitaba volver a pasar, y ver y tocar cómo era que la habitaban ahora que ella también se había ido. La segunda condición era que lo cuente. ¿A quién? A los suyos, le dijeron, a quien pueda ayudarle (o contenerle para que no quiera volver). ¿Para qué regresar a la pobreza? Porque había sido pobre en esas cuatro paredes, con apenas una habitación para todos. Veía que le habían agregado un cuarto que antes había sido un trozo de jardín. Los nuevos propietarios tenían un niño. Ella no pudo contenerse. Había acariciado el marco de la puerta y entrado. La cama tenía sábanas verdes y una acolchado que imitaba la tela de jean. Había juguetes y una cómoda con ropa. Tuvo que esconderse cuando el niño fue a su cuarto, tiró la mochila y el delantal al piso, y salió corriendo afuera. Mi niño hacía lo mismo, pensó, se llevaba la pelota y la hacía picar contra la pared, tal vez en ese mismo lugar que ahora era dormitorio y antes un pedazo de patio de tierra. ¿Con quién lo hablaría? Los que vivían con ella no lo entenderían, como tampoco lo hacía el nuevo propietario. Cómo podría explicarles que una parcelita de ella había quedado anudada por ahí, se le había perdido y necesitaba recuperarla. Pensarían que estaba loca, quizás tuvieran razón. Miró a un costado y reconoció una pequeña grieta en la madera del marco de la ventana, la que daba a la casa del vecino y por eso nunca la abrían. Los nuevos, sí, no les importaba, pero no querían que ella anduviera deambulando por la casa; tenía sentido, quién no lo entendería. Asintió, como mujer de pocas palabras que era. Lo tercero, le dijeron, era que se hiciera ver, que fuera a terapia. ¡Eso le dijeron! Ella volvió a asentir, evitando que la mirada se le pusiera borrosa. Les mostró dónde estaba la llave, suspiró, miró por última vez hacia adentro y se marchó. Los propietarios cambiaron la cerradura al día siguiente, por si acaso. Para su tranquilidad, los vecinos no la volvieron a ver por el barrio. Era una mujer extraña, les habían dicho, pero nunca había sido un problema. ¿Ponemos una cámara? Se lo pensaron pero al final desistieron. Ella volvió a su casa grande y luminosa, con jardín de frente y un patio con la galería cubierta por una enredadera que daba flores blancas en septiembre. Sonreía en silencio, como lo había hecho siempre. Nunca pudo volver a la vieja, la casa de los sueños rotos y era mejor así. ¿O no, mamá?, preguntaban sus hijos a medida que crecían y se marchaban. La visitaban poco, tal como ella lo había pedido. Se me había perdido algo, dijo una vez, por eso volví, tenía que recuperarlo. ¿Qué cosa?, le preguntaron, con la esperanza de al fin poder comprenderlo. Nada, nada, una pavada. Era un trocito de nada, y con los dedos, como si hilvanara una aguja, dibujaba el pedacito de nada en el aire.

Neleb Von Gil