Cuento: Una desembocadura

Voy poniendo la atención en los ciclos lunares y le propongo a mi cuerpo percatarse y usarles, como hito en el camino. Y desde la última luna nueva y el hito ceremonial que hice, de sentar intención, parece que algo es distinto. Algo con atención y compromiso, no sé. Algo también con que “las dos Españas” se mostraran casi como relajadas de que no ganase nadie. Como aceptación colectiva de que esto es lo que somos, lo que hay y lo que nos pasa. Como una sonrisa de medio lado de “hay que ver como somos”. No sé que quiere contaros este cuento hoy, pero ha sido elegido para contaros. A ver si adivináis quien cuenta esta historia. A ver si os atrevéis a honrarla sagrada.

Con amor que se expande tanto que no sé si es que no llega a ser propio,

V.V.

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Una desembocadura

Aquellos tiempos de guerra sin paz real y a la vez tanta, fueron llamados tormenta antes de la calma o viceversa por igual. Era catastrófico en potencia, cada día se veía venir pero no se decía. Despertamos un día cualquiera en la presión del cielo encapotado por todas las horas de sol y una lluvia que no precipitaba. Y todo se sentía como en la tensión de a punto de saltar pero no atreverse. Como sin fe. Arrastrándonos con la vida, cubrimos necesidades básicas, caricias valoradas e incluidas y, por eso principalmente, se sentía un tiempo afortunado. En gracia. Y ese peso atmosférico basto desde dentro y más que sobre las espaldas, casi sobre los cuellos.

Entonces llegaron con armas de acero y olor a sangre y fuego. Llegaron sin que se les hubiera visto venir. No hubo gritos más que gemidos ululares de sorpresa y miedo estrangulándose en abrazo por salir primero. El cuerpo tenso y todo alerta, se convierte en instinto salvaje, o eso cuentan, y cada cual pone a prueba todo su ingenio.

Cogieron a Aúlak del pelo y la arrastraron sin miedo a dolerla. Los dedos de los pies de ella tratando de aferrarse al suelo, a la roca, a la arena, y creando una nube de polvareda. Su grito de lucha dio tiempo a que la pequeña Arruya se escondiera, sigilosa. Admiraba a las ratoncillas que cuidaba en primavera y aprendió de escondrijos y sigilo de ellas y sabía respirar flojito. A Aúlak le causaban admiración las aves petirrojas, las urracas, los córvidos. No le hacían miedo a nadie y, en grupo, se sentían tormenta y no iban a pasar hambre si podían sacarte los ojos.

La arrastraban del pelo y la tiraron en zona moteada de rocas en arena revuelta y sobre un brazo que crujió como rama fresca que parte a destiempo. Rugió y generó empatía inevitable: energía expansiva. Sobre su otro hombro delicadamente se posó un peso firme que acogía y, cuando levantó la vista, vio a Ikaapo, ebanista; a Aurita a su lado, con esa fuerza maternal tan claramente sagrada; y a sus niñas debajo de sus faldas, enseñando los dientes con los ojos enormes que parecían felinas en mitad de la oscuridad de la noche y que no quitaban la vista de detrás de Aúlak. Casi todas estaban ahí, por el bulto que hacían, diría. Casi todas.

Y los que llegaron con armas de acero y olor a sangre y fuego se reían y brindaban en potos de aluminio, mientras unos apuntaban a los cuerpos de Aúlak y sus gentes y otros salían de las casas con bidones vacíos y llenos. De mí.

Ahora estas cosas no pasan por oro ni oleo, sino que pasan por mí, en algunos de los reinos de los hombres, los intoxicados por blanquitud y codicia extrema: son violencia por mí.

Y en mi fluir perturbado por sus actos durante milenia en todas las tierras que componen esta tierra, protegida y cuidada por los actos de sus hermanas en otras: honrada sagrada o codiciada por una escasez que han creado, se atacan y matan, por mí. Por poseerme. Por enriquecerse a través de mí. Tan esencial a toda la vida. Tan de nadie nada.

Cómo sigue la historia de Aúlak y todos los ríos de historias que desembocan en Aúlak, que desembocan en mí, para que esta inercia acabe y se convierta en otra cosa… te pregunto, a ti.