Cuento: El ceder de un mundo de apariencia

Un cuento escrito a través de Virginia Victoria en 2023, publicado ahora porque no sé qué más hacer, mientras sigo explorando paradigma arg, me empeño y aprendo y seguiremos explícitas y fugitivas y entre grietas ¿ah? entre grietas. Las murallas son membranas, en realidad.

El ceder de un mundo de apariencia

En un rincón de la tierra que parecía intacto, yacía una cachorra humana aparentemente dormida, dentro de un tenderete de lona y rejilla y barro. Sumida en la peculiar pesadilla de su tiempo, navegaba sin saberse despierta o sueño, la mayoría del tiempo.

De repente una sacudida pone alerta cada milímetro de su cuerpo, y con los ojos bien abiertos observa como árbol tras árbol frente a ella y a lo lejos, van cayendo. ¿Les estarán talando? ¿Estarán enfermos? No parecía oir nada más que los rasguidos de los troncos al fragmentarse verticalmente hasta caer rendidos con un último empujón de viento. Pájaros y pájaros huyen entre el estruendo, pero no parecen muchos. No son cientos. Algún bicho escarabajo torpe alza también el vuelo, dirección: la niña, como si no hubiera refugio posible sin pasar por su vista y casi rozar su pelo. Ella se asusta pero no se mueve, porque siente que no hay peligro en que los insectos se le acerquen. Sin embargo, necesitada de un punto de apoyo extra en esta súbita conmoción, va a apoyar el talón de su mano en la tierra, cuando nota el cuerpecito blandito y calentito de un roedor de algún tipo. Mira y hay una familia entera. Varias especies, todas pequeñas. No se mueven y no la temen. Se arrebujan junto a ella y miran con caritas de perplejidad y sorpresa el espectáculo de árboles caer en dominó frente a ellas. La niña mira alrededor y vislumbra otras criaturas inquietas pero quietas, a su alrededor, como un epicentro de no sabemos que hacer y estamos aquí observando esto entorno al radio de su cuerpo. Su cuerpo. De pronto se acuerda de su cuerpo y se pregunta como se siente. No es parálisis, pues se siente plenamente capaz de levantarse y salir corriendo. Y para comprender esta parte, tiene más sentido que nos adentremos en la niña y su diálogo interno (que luego dicen que como sé lo que sé y si me lo invento). Vamos allá.

―Mireya, tranquila. No niegues lo que está sucediendo, simplemente está aconteciendo. La pregunta es, ¿tengo miedo? Porque oh, debería tenerlo. Este espacio de bosque parece estar cediendo, de raíz. Hace unos minutos que no para de haber un árbol cayendo. ¡Qué trágico evento! ¿pero qué es? ¿Quién lo está haciendo? ¿Acaso hay humanos detrás de todo esto? Y sin embargo parece que esté, por inercia, ocurriendo. Me siento presionada a entrar en pánico y tener miedo. Creo que he visto tantas películas de gritos, luchas y huidas que siento que cualquier respuesta que no sea eso no es sensata. ¿Puede ser? Está claro: no, no tengo miedo. No estamos huyendo, ni yo ni estos bichejos. Son más sabios que yo, eso creo. Quizás por eso no tengo miedo… Vale, entonces, ¿Qué hacemos aquí todos estos seres y yo quietos?. Observar… que está sucediendo. Vale. Supongo que lleva un tiempo asimilar lo que una está viendo. Sí. Asimilar. Aceptar, también, que el bosque se está derruyendo. Los gritos de los árboles, ¿son dolor? Es como una raja en la corteza de todo el paso de tiempo concentrado en sus cortezas viejas. Al rasgarse grita. Pero no es de dolor, no lo creo. No hay miedo en un árbol que se está cayendo. Eso, observar, asimilar, aceptar. Y muerte, claro. Es que los árboles que se rompen se están muriendo. Yo esto lo sé. Lo he ido aprendiendo. Claro. Claro como el paso del tiempo. Entonces hay algo aquí de muerte que sucede, mientras lo viviente se sienta a contemplar, aceptar y, aprender, claro. Reflexionar. Eso. Ahora bien, Mireya, tu cuerpo está alerta. ¿Podría estar haciendo algo diferente? ¿puede parar esto? Quizás si sigo observando, de más cerca, de más lejos, siendo consciente de los riesgos, pueda entender una manera de frenar de algún modo el proceso. Pero, aunque así fuera, soy pequeña y no tengo mucho más que mi cuerpo para actuar de ningún modo concreto…

Ah… y en esto estaba Mireya por dentro, cuando una rama cayó tan cerca de ella que dio un brinco el trozo de bosque entero. No había razón ya para sentir que ese lugar era inmune a lo que estaba sucediendo. No hay lugar seguro, quizás, o todo lo que seguro que hay es la muerte, al fin y al cabo. Entonces, Mireya se levantó con una luz distinta en su mirada. Yo creo que a eso los humanos le llaman coraje, y he oído en mitos y leyendas que distintas eras que nace del saberse vulnerable, y de esa compasión que llaman, de ver el daño y sentir el deseo de aliviarlo. Pues todo eso es lo que creo que vi en Mireya cuando la vi levantarse y dirigirse con paso ligero pero firme, enraizada como si fuera una planta ella, y empezar a moverse.

Primero se dirigió a su suerte de campamento, y empaquetó en un santiamén cazo, yesca, saco de dormir, lona, malla y navaja. Miró alrededor y, cuando vio una pared de roca se dirigió hacia a ella. Los seres pequeños que la habían rodeado hasta el momento parecían haber pasado a la acción también, y fluían, no con ella, pero si con ella. No sé si me explico. El caso es que algunos iban en su misma dirección y otros recogían algunas cosas antes de ir hacia allá. Todos terminaron buscando refugio en la montaña, por si lo hubiera. Pero no era una búsqueda de refugio a la desesperada, quiero que me entiendan. No se sentía pánico y el cuidado a cada paso era evidente. Al fin y al cabo se habrían ido pisando si no, habiendo tamaños tan diferentes, que ya se sabe que las prisas no son nunca buenas compañeras.

Hubo un suspiro de satisfacción al llegar a la montaña, pues justo se veía rodeada de claro y oquedades suficientes para resguardar a muchas criaturas de verse aplastadas por árboles cayendo. Eso era una prioridad gestionada. Quedaban, por cierto, un par de horas hasta el atardecer, o eso parecía. Entonces, Mireya soltó su mochila y se preparó para adentrarse en la aventura, sí, eso siento yo, pues cogió en una riñonera lo indispensable y, como por necesidad, agarró la roca de la montaña en abrazo y la besó, mandado besitos a las familias de roedores y los meloncillos, escarabajos y otras criaturitas que la rodeaban en la cercanía.

¿Sabes esa sensación de que somos la misma cosa, al final? Pues Mireya era el rezumar sin miedo de que nada importa nada más que otra cosa. Como quien se despide de su vida y su familia por si acaso, la humana salió caminando hacia el estruendo. No era la única, y en seguida se percató de ello, pues las criaturas más diversas del bosque también se dirigían al, digamos, epicentro. Yo veía el mismo coraje en todos ellos bichos con plumas, escamas, exoesqueletos y pelo. Incluso creo que les veía sonreír, fíjate, como aquella llamada a resolver el misterio. Pero volvamos de nuevo al diálogo interior de la humana, ahora que podemos.

―Veamos, con mucha atención, qué observo. El tiempo. ¿Cuánto tardan en caer? ¿Es consecuencia de que otro árbol les impacte? ¿Tendrá que ver con algo que sucede en el suelo? ¿Reconozco qué árboles son? ¿Son la misma especie de árboles la que cae?... conforme te acercas tiembla el suelo. Las vibraciones vienen de más de un lugar, eso creo, así que están cayendo árboles en varias direcciones al mismo tiempo. Ese árbol caído es distinto a aquel. No son el mismo. Hay árboles que siguen en pie. Los robles. Los robles siguen en pie. ¡Esto de que sus raíces se entrelazan! ¡recuerdo ese cuento! Pero… inclinados… no están íntegros. Algo falla. Algo profundo no está bien. No…

Así, cuando Mireya se acercó lo suficiente, vio la tierra bajo las raíces. O, más bien, no la vio. Como si se hubiese convertido en la fina arena de un reloj, la tierra se estaba resbalando por entre raíces y rocas. Por cada pendiente e, incluso, hacia los confines de la tierra. Esto es lo que Mireya vio que creo haber visto que por unos instantes, le paró el corazón. Cuando entró esta mañana en el bosque, el suelo parecía normal, ¿Sí? Ya me entienden. Sólido. Pero quizás solo en apariencia. La estabilidad de un suelo que depende de todo lo que le habita parecía haberse desintegrado y, con ello, la integridad de la tierra se había esfumado. Si los mismos cimientos ceden, los árboles no tienen donde sostenerse. Así, el bosque entero se convertía en un desierto, en algo yermo en… ¿nada?.

―No… es tan terrible y, a la vez, algo de ello me resulta bello. Como el marchitar de un bosque. Como una velocidad aumentada de una planta, cuando la ves crecer y marchitarse y morir… pero en la improbabilidad de que suceda en un bosque, de golpe. Esto que se ha desatado, me dice el instinto, que no se puede verdaderamente hacer nada en este momento, en este lugar, que volver donde las familias de roedores, construir refugio y esperar. Podemos buscar comida y agua. ¿Se habrá ido el agua también? ¿hasta que profundidad se está muriendo súbitamente la tierra? ¿Se podrá regenerar si le traemos artrópodos, hongos, humedad y bacterias? ¿Se podrá para el daño? ¿Hasta dónde llegará?... la bella tierra negra llena de vida… no está más.

Y prometo que vi lágrimas en los ojos de la cachorra humana todo el rato. Miró a su alrededor y ciervo y oso y lobo y cabrón y serpientes y águila y buitre eran los seres más grandes que podía ver a su alrededor. Todas las criaturas intentando comprender. Todas aparentemente aceptando que no hay a donde huir si esta es la profundidad de la situación.

Lobo y loba y la pequeña manada se acercaron a un árbol joven, y observaron la tierra volverse arena bajo sus patas. La olisquearon. Juntaron sus cuerpos contra el árbol, como haciendo un redil para sostenerlo. Y se quedaron atentos mirando al suelo. Mireya prestaba atención, claro, a la sabiduría de estas criaturas y qué andaban indagando y descubriendo. Las otras especies hacían algo similar y se paraban a observar. Llegado cierto momento, cuando las raíces del joven árbol estaban casi por completo al descubierto que la solidez de la tierra parecía más plena. Había cierta integridad distinta a la tierra superficial que se volvía arena, y se notaba porque el ritmo en el que fluía era tan lento que casi paraba. Un par de lobas observaban y giraban en círculos, mientras los otros sostenían con sus cuerpos el arbolito. Olisqueaban la tierra. Una de ellas, empezó a introducir sus zarpas en la tierra, y con una delicadeza inexplicable por una boca como la mía, escarbó. Como estudiando que sucedía allá abajo, escarbó y estudió con el hocico y con las mollejas de las patas. Con la nariz testeó la humedad de la tierra y su integridad. Pareció dar una esperanzadora señal a la manada, porque con una delicadeza que no impedía agilidad, empezaron a escarbar el diámetro de las raíces del arbolito. El oso se acercó, y con un gesto se hizo hueco para sujetar el peso del arbolito. La manada de lobos comprendió y se puso a cavar con igual delicadeza. Había un honor en cada gesto, que no se puede hacer justicia con palabras. Casi un rezo. Casi plegarias. Mireya que, al principio había dedicado unos momentos asegurarse estratégicamente de que ningún árbol grande iba a caerles encima y aplastarles, se había compenetrado en la seguridad del momento, y comprometido con la misión de la manda tanto, que sintió que su mente y la de la loba que inició la excavación eran la misma. Sentía permisos y precauciones. La confianza en los demás. Se sentía las manos en contacto con la tierra. Olía que otras sustancias estaban presentes más profundo. Se unió en sinfonía a la plegaria y al rezo implícito en el momento.

El hoyo parecía listo, y entre varias criaturas, ya no sabría decirte quienes estábamos tocando el tronco con las extremidades, quienes éramos el tronco y quienes el hoyo, el arbolito se colocó en la profundidad, la tierra se colocó sobre sus raíces con zarpas, garras, morros y hocicos; y con una atención serena y atenta, comenzamos con un primer paso hacia atrás. Quietos. ¿Se mueve? ¿Se sujeta?. Otro. Ojos profundamente atentos, preguntándole al arbolito que tal se sentía. El veredicto, parecía estable.

Se hizo un corro alrededor del arbolito, y hubo miradas. Aquí Mireya:

―Quizás en la profundidad se encuentren los caminos hacia que no todo esté perdido. Es necesaria concentración, calma y delicadeza para no seguir irremediablemente dañando. Somos guardianes de esta tierra y no tenemos a donde ir, así que compartimos la misión de prestar atención y salvaguardar, de poner intención y cuidar de un porvenir que permita prosperar vida, mientras la inercia arrastra hacia cerrar el ciclo y verlo morir. No podemos parar la caída ni volver a sembrar los grandes árboles. Nuestras fuerzas no llegan hasta ahí. Pero podemos vivir día a día sabiendo que nuestra prosperidad depende de lo profundo, de lo pequeño, oliendo y entendiendo. Nutriendo y, si alguno de los caminos e iteraciones que escogemos es fértil, sanando. Sabiéndonos juntas quizás sea posible. Tratemos la muerte con honor y respeto. Aceptemos que podemos ser lo perdido y que eso no es más que la vida y que no acaba aquí. Nos encontramos con gratitud y veneramos la vida.

Así, se disolvió ese círculo, y Mireya, que parecía estar en trance, agachó la cabeza en reverencia y caminó hacia la pared de piedra de la montaña, viendo el atardecer llevarse la luz tras el horizonte. Tenía una sonrisa pequeña en la boca, lágrimas en los ojos, y una mano entre el pecho y la barriga. Pronto anochecería y había que encontrar algo que llevarse a la boca. Y juraría que a cada paso que daba y tocaba la tierra con un pie, lanzaba un beso.

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