Diario de una vida pachapunk

Aquí doy inicio al diario sobre una vida pachapunk, en primera persona, por una persona autopercibida mujer, quien a sus 40 decidió elegir un modo de habitar el mundo que la desafía cotidianamente pero que hace que su vida tenga sentido.

Es una mañana de agosto de un día feriado. Por el ventanal veo al sol colándose a mi derecha, con apenas algunas nubes flotando en el cielo. No hace demasiado frío, tampoco calor; vienen esos días que despiden tímidamente el invierno. Se escuchan las calandrias y el viento chocando sobre el nylon del techo, justo en la parte donde todavía no hemos colocado las piedras que lo silenciarían un poco. Estoy pensando que necesito tomarme unos mates, para lo cual tendría que poner la pava al fuego pero no quiero dejar de escribir, no esta vez, no después de años en que las distracciones cotidianas me alejaron del papel y la birome. Dejé la computadora, dejé el teléfono con el baile frenético del pulgar golpeando la pantalla y he vuelto a la danza que la mano hace con la lapicera sobre la hoja. Mis hijas ya están despiertas, y aunque la preparación del desayuno puede esperar unos minutos, el tic tac del inicio del día empieza a sonar en mi cabeza. Tic tac tic tac. Las veo levantarse, ir al baño, hablar entre ellas, salir al aire libre. Puede esperar un poco más pero no demasiado. Una mañana de agosto da inicio a lo que será un discurrir en torno a preguntas que buscan certezas de esas que modifican el tiempo y la experiencia, la existencia concreta. Necesito saber dónde estoy parada, cuáles son los cimientos donde construyo mi vida, no importa cuán dinámicos sean. Me gusta pensar que la vida que estoy viviendo es la que elegí y me gustaría, cual si fuera un recurso de hada madrina del que dispusiera, que así fuera para todas las personas del mundo. Por ahora, me conformo conmigo. La pava está haciendo ruido, el mate está ensillado y mis pies ya salieron de la cama.
Estoy en una etapa de mi vida en la que empiezo a hacer revisiones sobre lo que hice, lo que quería hacer y lo que no tenía idea que quería, aunque hacerlo me haya conducido hacia lugares inesperados. En mi cabellera oscura empiezan a asomar algunas canas, las arrugas de expresión no desaparecen cuando mi rostro se estira, los kilos de más ya no se van y estoy a poco más de un año de entrar en la menopausia (eso espero). De joven no sospechaba ni remotamente el modo de vida que estoy llevando. Imaginaba que habría una cabaña en la montaña, sería una profesional con trayectoria, tendría una pareja estable y un pez tatuado en mi espalda como mascota. La pareja y el pez, se cumplieron. ¡Bien por mí! La cabaña se convirtió en una casa de adobe; reemplacé la montaña por la barda y la trayectoria profesional dejó de ser importante. Finalmente elegí como mascota real a una gata, que duerme entre mis pies y los de mi compañero. Hubo muchos cambios de ese primer esbozo ideal y hubieron momentos en que creí que lo que había resultado era eso que algunos llaman fracaso. Por eso tuve que hacerme la pregunta acerca de si estaba eligiendo la vida que tenía. ¿Realmente había fracasado? De ser así, ¿por qué? ¿Qué tendría que haber hecho en lugar de lo que hice? Pude haber tomado otras decisiones, a veces menos drásticas, y sin embargo, no fue así. No, no fracasé porque esa palabra no representa mis experiencias ni la persona en la que me convertí. Tengo la vida que elegí, contando con los condicionamientos que toda vida en este plano tiene. La pregunta que me viene ya no es si valió la pena (no estoy escribiendo en mi tumba, sigo viva), sino por qué. ¿Por qué elegí esta vida? ¿Cómo la niña tímida y soñadora que era llegó hasta aquí? ¿Cómo pude elegir una vida pachapunk? El término pachapunk fue una invención de mi compañero para referirse a un modo de existencia en este mundo donde la convivencia con el entorno fuera armoniosa y el acontecer diario tuviera la dosis justa de caos para que las cosas fluyan. Siempre fui de las personas que le gusta hacer listas y planificar pero no necesariamente espero que las cosas salgan exactamente como las pensé. Me gusta saber que la vida, a veces con altas dosis de ironía, puede sorprenderme. Crecí en un pueblo cerca de un lago. El lago no fue tal hasta que decidieron desviar las aguas de un río caudaloso para favorecer el riego de la zona y convertir la estepa arbustiva en valle fértil. Eso fue mucho antes de que yo naciera. Para cuando llegué al mundo ya había un lago, unas pocas casas, y al pueblo lo llamaban ciudad. Yo siempre lo sentí pueblo, pequeño, finito, aburrido. A mi mamá, que era oriunda de una ciudad con más de 3 millones de habitantes, le preocupaba que creciéramos como el resto, es decir, con una mirada chata como los techos de sus casas bajas. No tengo muy claro a qué se refería mi madre, el modo en que ella vivía no variaba de cómo lo hacía cualquier vecino, tampoco su manera de interpretar el mundo. Ella, sin embargo, se sentía diferente y nos crió, a mí y a mis hermanas, para que deseáramos algo más amplio o más alto: la ciudad. Yo estaba convencida que me encontraba en el lugar equivocado; haber nacido en el pueblo había sido una broma pesada del destino. Ansiaba dejar atrás las cinco calles de asfalto, la plaza sin juegos, las caras conocidas pero desconocidas e irme a la metrópolis, cuanto más grande y lejos, mejor. Quería vivir el sueño urbano de los poetas y los artistas, quería ser uno de ellos y cantar como Baglieto que “nos inunde el asfalto de sensaciones profundas”, por más que los versos fueran de Fito y no nos estuviéramos refiriendo a lo mismo. Viajaría por Europa, como Oliverio Girondo, Julio Llinás y María Elena Walsh, mis ídolos literarios de entonces, y empezaría una nueva vida en un sitio más interesante que mi pueblo; un lugar con una historia de milenios tallada en sus caminos de piedra y un paisaje alejado del “Far West patagónico” que conocía. Coloqué un planisferio en la pared y marqué todos los sitios en el mundo donde quería ir pero además acumulé información extra sobre algunos destinos tentativos para vivir de adulta, cuando llegara el momento de asentarme, colmada de las experiencias acumuladas en el deambular de aquí para allá. Pensaba en islas y me pregunto aún hoy por qué yo, que había nacido en la estepa, que detesto la humedad y me siento en casa en cualquier sitio siempre y cuando sople el viento, más no sea una brisa, soñaba con vivir en una isla. Tal vez había absorbido el anhelo de los ríos por llegar al mar. Tal vez había algo especial en sentirme rodeada por el agua, algo vinculado a un aislamiento protector; o a lo mejor era la imagen del puerto al que arriban embarcaciones de lugares distantes, conformando así una identidad mixta y única. Tal vez era un poco de todo. Mi lista de islas no era numerosa, se reducía a cuatro y por ellas estudié a los vikingos, a los celtas, a los maoríes; también a los fueguinos que navegaban por las aguas gélidas australes en canoas, totalmente desnudos y al abrigo de una fogata que misteriosamente no quemaba la madera de la embarcación. Acumulé carpetas con fragmentos de artículos de revistas y periódicos, fotos, postales y libros. No eran tiempos de internet y mi acceso a las grandes bibliotecas del mundo estaba limitado. Mucho antes de pensar en asentarme en ninguna isla, me fui a la gran ciudad, el centro del mundo borgiano y la amé, aunque nunca pude acostumbrarme a su clima. Más tarde, junté dinero y viajé por una parte de Europa e incluso me permití una escapada por Nueva York. Cumplí 20 años, mientras cantaba en silencio el felizcumpleaños-a-mí, soplando un fósforo colocado sobre un muffin que me resultó incomible. Estaba sentada en las escaleras del frente del hostal, ubicado en la 103 y Broadway. Me sentía plena. Durante los tres meses que duró el viaje, mi mundo se amplió con descubrimientos sensoriales y existenciales. Liberé algunos temores, atravesándolos, dejando que me invadieran por completo hasta paralizarme y luego seguí avanzando. Cuando estuve en Madrid, me llevó semanas salir de la casa de mi tía y sortear la barrera de lo desconocido. Una cosa había sido soñarlo, otra vivirlo. Estaba muy lejos de casa pero no era eso lo que extrañaba. Tenía que ver con vencer una idea muy encallada en mí que decía que no podría, que no tenía la madera. Aún así lo hice. Si algo me marcó en mis primeros años de vida fue el miedo. Le tenía miedo a absolutamente todo. El agua, el fuego, los perros, los gatos, las arañas, mis compañeros, ir al mercadito a comprar algo, los fantasmas, la oscuridad, todo. Si el miedo me hubiera impedido hacer algo, hoy no estaría dónde estoy. Eso no evitaba que cada acción me provocaba terrible estrés y mi ritmo fuera lento. No tenía ataques de pánico porque sorteaba las situaciones más complicadas intelectualizándolas, buscando un atajo que me permitiera evadirlas o las hacía pero paulatinamente. De modo que salir al mundo sola, a mis 19 años, me había dado tanto terror como fascinación, así que lo hice igual, como igual había hecho todo lo demás.
Nunca imaginé que el viaje me permitiera alcanzar una posibilidad de reconocimiento con los otros que no había tenido en mi pueblo ni dentro de mi entorno más cercano. El viaje nos unía. Seguramente me perdí de unas cuantas maravillas por ser demasiado joven y todavía no conocer mucho, pero la experiencia fue un antes y un después en mi vida. Descubrí mucho sobre mí. Ese viaje inaugural en soledad me enseñó que no hay nada mejor para alcanzar mis sueños que mi propia compañía. La interacción con realidades diferentes me permitió ver aquello que consideraba familiar con otra perspectiva. Desde el momento en que le era ajeno a un otro y debía explicarlo, pasaba a tener una dimensión nueva, como si le hubiera sumado una cara al dado y se hubiesen multiplicado sus sentidos. La práctica del diálogo cotidiano (y el trascendente) en otros idiomas también ofrecía al uso de la lengua nuevas posibilidades. A su vez, podía encontrar percepciones muy diversas en la atmósfera de cada sitio. Es algo que la realidad virtual o una imagen no pueden lograr, si bien la fotografía y un buen relato, utilizando sus propios artilugios, pueden acercarse.

Regresé a mi país pero no volví al pueblo, me quedé en la gran ciudad. Al principio fue difícil, el viaje había terminado y había que volver a la realidad, luego me fui adaptando. Fueron mis épocas de bohemia en la ciudad. Disfrutaba de los espacios artísticos y culturales. La universidad ocupaba gran parte de mi tiempo pero el trabajo era mi máxima preocupación. Tenía la presión externa de conseguirlo y esa vocecita interna que me repetía: no te da el cuero, no podés. Por otro lado, si no podía trabajar, tenía que renunciar a la ciudad, al estudio, a pagar el alquiler y la comida. Era buscarlo, patear la calle, marcar los clasificados, colas y colas, entregar un lastimoso curriculum vitae, someterme a entrevistas en las que debía venderme como si fuera un objeto, trabajar a prueba por varios días gratis, someterme a análisis médicos para un puesto que no me confirmaban. Una vez lo conseguía, era sostenerlo y dejarlo en pos de algo mejor, que ni por asomo se relacionaba con mejorar la remuneración o la carga horaria, sino más bien con acercarse a un rubro más afín. De cada trabajo tomé algún recurso y gané algo de confianza en mí misma por haberlos conseguido por mis propios medios. Eso no evitó sufrir en carne propia las injusticias de las relaciones laborales, los malos tratos abusivos y la permanente opresión que ejercen unos sobre otros. En ese momento mi visión, aunque de manera intuitiva, era darwinista, y me resignaba. El mundo era así, la competencia se imponía por sobre cualquier otra cosa. Si yo no lograba adaptarme, el problema era mío. Si no cumplía las expectativas de mis padres, de mis jefes, de mis compañeros de trabajo, de los beneficiarios de mis servicios, siempre era culpa mía por no saber encajar. Lo sufría. Detestaba sobretodo en lo que nos convertíamos cuando la competencia entre pares nos volvía enemigos, y la motivación para ese modo de actuar era la desesperación por obtener el dinero para pagar la comida y el alquiler. Eso no me evitó disfrutar vivir rodeada de libros porque los había en casa, en el trabajo, en la facultad, en todas partes. Iba a librerías, festivales de cine y teatro independiente, muestras, museos, galerías y ferias de arte, recitales y espectáculos callejeros, todo aquello que la ciudad podía ofrecerle a mi juventud. La urbe también arrastraba sus miserias, su hollín, sus micro violencias, su oscuridad, su cielo cerrado de departamento, su hedor chapoteando en los cordones de las veredas, el ruido infernal de alarmas, bullicio y estímulos. Fui incapaz de anestesiarme ante las desigualdades, nunca pude acostumbrarme pero tampoco sabía que hacer al respecto. Luego de una serie de incidentes político sociales de fin de milenio, decidí que necesitaba irme, necesitaba salir. No lograba o no quería, tal vez un poco de ambas, deshumanizarme. Un llamado del fin del mundo, desde una de las islas de mi lista, me convenció. Me iba mucho antes de lo que había pensado pero había sido todo lo que pude resistir. Mi intención no era quedarme en la isla, sino seguir viajando; solo era un paso para continuar mi marcha hacia el otro lado del mundo, el hemisferio más poblado. Consideraba que aún era muy pronto para encontrar mi isla definitiva. Imaginaba un futuro errante y al mismo tiempo, ansiaba sentirme en casa. Ese tironeo continuaría presente a lo largo de toda mi vida y tal vez fue el que hizo que un día llegara a decidir encarar una vida pachapunk.

Neleb Von Gil

Para saber un poco más de qué va pachapunk, acá el manifiesto de maleza: https://caracolito.mooo.com/~maleza/sobre.html