✒️ Y, ¿cómo será morir?
Ese instante en que nos enfrentamos a la muerte, la miramos a la cara y le decimos: -¡Hoy no! Rajá para la puerta de al lado, que tengo cosas que hacer.
Esto, más o menos es lo que nos dice James Joyce, en su Ulises (en las palabras rioplatenses de su traductor Marcelo Zabaloy).
Resulta que esas palabras me llevaron a pensar sobre las muertes, la definitiva y las otras, esas muertes pequeñas, cotidianas. Esos instantes en que, poco a poco, perdemos algo de nuestro ser o, si se quiere ver de otro modo, quizás desde la vereda opuesta, sean situaciones en las que ganamos algo en nuestras vivencias, en la experiencia del transcurrir y atravesar esta realidad, la nuestra, la única que realmente es verdadera. Y me refiero a esa realidad única y propia, interior, porque considero que las otras también llamadas realidades, esas que llegan impuestas desde el entorno, no son realidades reales, sino extractos de vivencias creadas para el provecho de quienes se suelen aprovechar de las no vivencias de quienes dejan que les reemplacen la propia realidad por fantasías sistémicas.
Pequeñas muertes. Amigos que se alejan, humanidades con quienes perdemos el contacto; libertades que se quitan. Situaciones en las que nos exponemos y salimos lastimados, vacíos propios de la vida en sociedad; y hasta el amor con su petit mort que tanto nos fortalece en su explosión vital. Y luego, la definitiva. Esa de la que deseamos escapar, evitar, esquivar, eludir… pero que, puntualmente llega a su cita.
Te invito a un brevísimo viaje al mundo griego antiguo, para conocer lo que ellos pensaban del mundo de los muertos.
Supongamos que tenemos una máquina del tiempo y que podemos retroceder unos 2500 años, allá vamos…
Llegamos a Atenas, allí están sus habitantes reunidos en las polis. Para las personas que estamos viendo, el guardián del inframundo, el señor del reino bajo tierra, el rey de los muertos es Hades. Hades es una de las divinidades más poderosas de todo el panteón clásico, él cederá el poder solo ante su hermano Zeus. Debido a su papel de señor de los muertos, Hades rara vez abandona el inframundo para visitar la tierra, por lo que en escasas ocasiones se mezcla en los asuntos de los mortales. Podemos mencionar, como ejemplo de ésto, a Odiseo, a Orfeo o Eneas, héroes que tomaron la decisión de descender al reino de los muertos en sus viajes, y que son quienes involucran a Hades en las grandes sagas épicas de la literatura helénica.
Cuenta la mitología que Hades es hijo de Cronos y Rea. Cronos, temeroso de correr la suerte que él mismo había dispensado a su propio progenitor (recordemos que Cronos, hijo de Gea -la tierra- y Urano -el cielo- derrocó a su padre y gobernó durante la edad dorada), tomó la decisión de ir devorando a todos sus hijos a medida que éstos iban naciendo, de modo que ninguno de ellos pudiera desafiarle y arrebatarle el poder una vez llegado a la edad adulta. De esa manera el pequeño Hades fue engullido por su poderoso padre. Sin embargo, Zeus, otro de los hijos de Cronos y Rea, consiguió sobrevivir gracias a un engaño de su madre y al llegar a la edad adulta, desafió y derrotó a su padre, liberando a todos sus hermanos de las entrañas de éste. De este modo, Hades quedó libre y se unió a su hermano Zeus en su lucha contra los titanes para hacerse con el control del mundo, en la guerra conocida como la Titanomaquia. El dios Hades poseía un casco de invisibilidad que era un arma única, que le había forjado los cíclopes en las fraguas de las entrañas de la tierra. Oculto gracias a los poderes de este artefacto, logró infligir grandes daños a sus enemigos. Tras la victoria, Zeus decidió repartir el universo con dos de sus hermanos, eligió para sí mismo los cielos, mientras reservaba el gobierno de las aguas y los océanos a Poseidón.
A Hades le correspondió el mando sobre el mundo subterráneo, lugar al que se dirigían las almas de los mortales tras su muerte. De este modo, el dios Hades se convirtió en el señor del inframundo. Por otra parte, el término hades en la teología cristina, y en el Nuevo Testamento, es paralelo al hebreo sheol, que significa “tumba” o “pozo de suciedad” y alude a la morada de los muertos. El concepto cristiano de infierno se parece más al Tártaro griego, que es una parte profunda y sombría del Hades usada como mazmorra de tormento y sufrimiento. Para los griegos, los fallecidos entraban al inframundo cruzando el río Aqueronte, trasladados por Caronte, quien cobraba por el pasaje un óbolo, una pequeña moneda que ponían en la boca del difunto sus piadosos familiares. El otro lado del río era guardado por Cerbero, el perro de tres cabezas derrotado y domesticado para sí mismo por Heracles (o Hércules para los romanos). Más allá de Cerbero, las sombras de los difuntos entraban en la tierra de los muertos para ser juzgadas. Los pobres y aquellos que no tenían ni amigos ni familia se reunían durante cien años en la orilla cercana. Ya desde Grecia, los pobres sufren mirando lo que no pueden pagar, en este caso el ingreso a Hades. Esto es lo que creían los griegos y que tanto nos sigue maravillando e inspirando para escribir historias, hacer teatro y cine. Como me ha comentado una amiga actriz: “Ya está todo escrito, sólo nos queda copiar y recrear”. En eso estamos.
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